Friday, November 24, 2006

LA MUJER DE ARENA

Habemos quienes cazamos signos, aquellos que vamos por el mundo como si éste fuera una reunión de significados, de sentidos sutiles o manifiestos que se entrelazan de modo fortuito y aun caprichoso, inadvertidos cuando surgen pero después suficientes para componer ese paisaje extraordinario al que llamamos existencia. A nosotros ya no nos preocupa si esto es evidente para muchos, para pocos o para nadie. Nuestro nombre es Nadie desde hace tanto tiempo que ello demuestra lo inútil de cualquier nominación. Nuestra vida dejó de serlo para convertirse en nuestra historia, y así, como querría un filósofo que llevaba en la diestra un martillo, nos la vamos contando a nosotros mismos. Pues toda biografía, como toda cultura, sólo es una narración.
Las ciento veinte palabras anteriores, si acaso hacen falta, introducen el tema: una obra de teatro recientemente estrenada que proviene de una novela superior, La mujer de arena, del escritor japonés Kobo Abê, espléndidamente adaptada y dirigida por Susana Wein, con una atractiva y eficaz escenografía de Félida Medina, una bella música original de Joaquín López Chapman y una conveniente y hasta estremecedora videofotografía de Mariana Gruener. Más tres actuaciones memorables, si no todas por la interpretación actoral misma, sí por los papeles que en escena se representan: Gabriel Fragoso como El Lugareño, Silverio Palacios como El Hombre y Tae Solana como La Mujer.
La obra de Kobo Abê detalla la historia de un pueblecillo costero japonés, olvidado y mísero, que va siendo devorado por la arena, una presencia última y determinante en ese poderoso drama donde convergen la soledad y el esfuerzo, el destino ciego y la confiscación de la voluntad, la dulzura inalterable y la desesperación infecunda ante la prisión impuesta, el amor encontrado sin advertirlo, el contentamiento final. La anécdota es simple: un maestro de escuela se extravía por esos confines marinos dedicado a su afición de colectar insectos. Con la intermediación de un lugareño que comprueba la inofensividad del visitante, éste pasa la velada en el hoyo de arena donde vive una mujer viuda, quien todas las noches debe trabajar sacando de su patio el torrente de implacables piedrecillas que de otro modo sepultarían su precaria morada. El villorrio se confabula para secuestrar al entomólogo aficionado y conseguir así una mano de obra indispensable en su lucha contra la arena y la sobrevivencia común. La casa de la mujer, hundida ya varios metros en el páramo, solamente puede abandonarse mediante una escala de cuerdas puesta desde arriba por los vecinos que llegan cada noche a recibir la arena paleada y entregar agua y víveres como retribución escasa a tal cautiverio cruel.
Fatalidad y desesperanza, sutileza y variabilidad. La mujer de arena contiene metáforas múltiples y, tal vez, una principal: el encierro del universo concentracionario cuyas paredes se vienen abajo y no por eso liberan a los seres humanos que aprisionan, pues ellos no existen detenidos matéricamente sino inmóviles en su misma interioridad. También están aquí las equidistancias de lo femenino y lo masculino: mientras el hombre se revuelve furioso contra la suerte que le han deparado, la mujer acepta su condición dada y así la vence: ejerce reasignación. Ahí radica el corazón de la obra, en la ternura aceptante de la protagonista, en el papel extraordinario que cumple su joven pero madura actriz.
He visto casi todos los papeles que Tae Solana ha encarnado en su carrera y puedo decir, con dicho conocimiento de causa, que el de ahora es el mejor. No es fácil conservar la objetividad cuando uno ve a su propia hija actuar en el escenario, pero alego en mi descargo un hecho estético que la noche del estreno de La mujer de arena me asaltó sin remedio. Los poetas le llaman “suspensión de la incredulidad”. Generalmente consiste en una operación asaz difícil para quienes han sido deformados por el realismo supuesto de la videosfera cultural predominante y cuyos ojos son reemplazados por las cámaras televisivas o de cine junto con su sensibilidad. Es casi imposible para aquellos analfabetas funcionales que han perdido la capacidad mental de convocar imágenes en ausencia favorecida a través de la lectura. Desde el comienzo de la representación, envuelto por los notables efectos videofotográficos, convencido por la exacta escenografía y rendido ante los trazos escénicos de la dirección, la actriz en el proscenio dejó de ser mi hija para convertirse en una mujer intemporal y ajena, simbólica y arquetípica, mucho más cerca de mí entonces que por cualquier biología, cualquier pauta sentimental, cualquier registro biográfico, cualquier orgullo familiar.
Dicha incredulidad realista de mi cabeza suspendió entonces su escepticismo e ingresó al teatro, caja mágica de la imaginación soberana y del tiempo dúctil, para saber después que el arte es sin por qué, sin para qué, sin cuándo: sólo suele suceder. Tengo para mí que he visto una de las más entrañables obras de mi vida, y si han sido muchas o pocas para compararlas me da igual. Pero salta un reparo a este fervor acerca de un arte esencial que va olvidándose: la época oscura, el tiempo inculto de la posmodernidad. Si el estreno estuvo lleno, los días siguientes el público escaseó. Aunque su actriz fue formada bajo el lema de “agonística como estética”, como sus compañeros y la creativa directora, es lamentable que una epifanía efímera de los signos múltiples ocurra ante tan pocos privilegiados de jueves a domingo en el Teatro Coyoacán.

Fernando Solana Olivares

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