Friday, November 09, 2007

DEL SILENCIO INTERIOR

Para Tae, 30 veces antes y 30 después

Algunas técnicas meditacionales se componen de un acto de concentración focalizada que permite ir sedimentando el flujo de pensamientos, sensaciones, percepciones e imágenes mentales, para denotar su naturaleza efímera e irreal y desagregarlo de la mente. Registrar y soltar, registrar y soltar: esa es la monótona y muy simple operación del acto, que debe ser hecho tantas veces como sobrevenga la distracción. Domar al mono de la mente por la inmovilidad física, la atención y la concentración.
Mediar es hacer silencio interior. Observar el ruido subjetivo y acallarlo. Mirar mentalmente las sensaciones, las imágenes interiores, las percepciones, y dejarlas pasar. Esta es una primera ralentización que lleva al meditador a conocer cómo se comporta la mente: contacto, sensación, reacción. El pensamiento, la imagen o la percepción surgen de pronto, sin ser convocados. Provocan sensaciones agradables, desagradables o neutras. La mente yoica busca las primeras, huye de las segundas e ignora las terceras. Las primeras y las segundas tienden a convertirse en conducta, en reacción, en sufrimiento.
El meditador repite tantas veces la identificación del pensamiento ---cada ocasión es uno distinto aunque parezca el mismo--- que éste deja de surgir al cabo del tiempo. De esa forma van alejándose los irritantes síquicos de la mente, conforme el acto meditativo enseña que uno no es lo que piensa cuando el pensamiento sobreviene, sino que se convierte en lo que piensa instantes después. El meditador no ejerce ningún bloqueo sobre las imágenes mentales: sean lo que sean deben verse y connotarse.
Connotar consiste en identificar el objeto mental sin establecer sobre él o con él un diálogo interior. Tal maceración, idéntica a la fórmula alquímica del “disuelve y coagula”, permite que la estructura personal se modifique. Los irritantes psíquicos dejan de presentarse en el campo mental y los nudos de las ideas fijas y las obsesiones van remitiendo. La repetición del ejercicio meditativo y la repetición misma que el acto contiene son una gradualidad que garantiza, si no se obtiene nada más, obtener paciencia.
Gran parte de la dificultad meditativa está en su práctica diaria. La pereza activa de la época, su rapidez vacía hacen difícil cultivar, dedicada y consistentemente, la voluntad para ello. Sin embargo, hacerlo es la única manera de lograrlo. Esta tautología desesperante e inhóspita de la meditación es uno de los obstáculos a vencer. Se hace meditador quien logra derrotar cotidianamente ese impedimento, agravado por la desazón que el ejercicio provoca en el ego. Para superar el ego hay que meditar y meditar, así que la batalla que el practicante inicia en su interior, resuena en su cabeza y se escenifica en su cuerpo. Sólo la perseverancia gradual, el día a día, será la acción y el método que lo proveerán de poder suficiente para el camino.
No importa tanto la calidad misma de la meditación, que siempre debe ajustarse a una técnica secular, como el hecho de llevarla sistemáticamente a cabo. Los cambios fisiológicos gradualmente sobrevienen: se reduce el metabolismo cardiaco, sanguíneo y pulmonar, se modifica la frecuencia cerebral, deja de producirse el estado de alerta responsable del estrés, aparece una serenidad orgánica y mental memorable, que aunque haya sido relampagueante quiere lograrse de nuevo al día siguiente. La llave y el cerrajero. De esa manera el único milagro que se dice que el budismo acepta, el cambio de actitud, inicia su influencia creciente en el meditador.
Para lograrlo no requirió discurso alguno: la turbulencia de pensamientos que acuden al campo mental del practicante se ha desmontado cada vez. Esa desagregación es no verbal y supralógica. Aunque durante la meditación surjan momentos analíticos o instantes gestálticos, deben ser dejados ir. Así que la mutación acontece más alla del diálogo mental. Una metáfora referente a este hecho es la imagen de un cambio de vías en una estación mientras los trenes circulan por ellas. Tiene grados, etapas, riesgos.
El meditador puede llegar al desierto de una situación aflictiva: ya no es como solía ser, pero aún no es como será. La gente, las emociones, las cosas le parecerán ajenas y distantes, opacas y sin interés. La burbujeante energía histérica del ego se ha dispersado y todavía no actúa una fuerza proveniente del yo que alivie esa noche oscura del alma. El veneno se cura con el veneno: meditando. Tarde o temprano emergerá otro punto de vista y la sensación enajenante quedará atrás. Empero, ese intervalo puede durar meses o años.
La forja modela el metal golpe a golpe y poco a poco. Practicarla una y otra vez hace de la meditación un instrumento transformativo. Si fuera el caso de que esto no ocurriera, su mera promesa de realizarse bastaría para provocarlo. El cuerpo no se equivoca, el cambio sutil es perceptible en el letargo de la conciencia normal, que es la que debería designarse propiamente como un estado alterado de conciencia porque representa la caída que la mente racional sufre en el mundo, la caída en la reacción ante el pensamiento, después de no dejar pasar de largo el contacto y la sensación. Desagregar, disolver, coagular: meditar.
Afirma con razón Julius Evola que esa es la única tecnología interior al alcance de todos para cabalgar al tigre de la época, para no ser devorados por la historia, para salir indemnes de la compleja realidad tardomoderna, para lograr el milagro propio y acceder a la psicología de la mutabilidad.

Fernando Solana Olivares

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