Friday, July 04, 2008

LO DE SIEMPRE IGUAL

“La gente no cambia nunca, nunca, nunca: esa es la gran calamidad”. La frase es de D. H. Lawrence y la emitió desde Oaxaca en 1924, cuando comunicaba a un destinatario las condiciones prevalecientes en esa región incomprensible para él pero que percibía tan decadente como la Europa de la cual venía huyendo: “de todos modos, el mundo pertenece a los tontos y la gente me aburre cada vez más”, concluía.
En efecto, y aliterando sólo un poco dicha afirmación, la clase política mexicana no cambia nunca, nunca, nunca: esa es la gran calamidad nacional. De todos modos, el país pertenece a los cínicos y el previsible comportamiento de los políticos aburre cada vez más. También encabrona, si es que uno conserva todavía su capacidad civil de indignación.
Si se acepta que la política es el arte de lo posible (Bismarck), entonces todo aquello que sea imposible no corresponderá a la política. Es imposible que los políticos mexicanos se comporten con dignidad moral, es imposible que trabajen por el bien común, es imposible que hablen con la verdad, es imposible que se asuman como servidores públicos, es imposible que dejen de estar cegados por el poder, es imposible que no se corrompan. Y cualquier excepción, como lo exige el lugar común, confirmará la regla miserable que los subordina y asemeja a todos: panistas, priístas, perredistas, socialdemócratas, et al.
Los pragmáticos dirán que así ha sido siempre y que la condición humana es inalterable, no se diga la política uncida al poder. Los historicistas tomarán en cuenta que la tara nacional del mal gobierno corrupto y de los ciudadanos sometidos viene desde muy lejos en el tiempo, quinientos años atrás. Los ontólogos pacianos (en tesis que Paz leyó de Salazar Mallén sin reconocerlo: otra venalidad idiosincrática) recorrerán sus solitarios laberintos para argumentar que somos hijos de la chingada pues nuestra madre Malinche traicionó a los suyos y fue envilecida en el lecho del conquistador. Los seguidores del mago Jodorowsky recordarán su legendaria consulta del Tarot en diciembre de 1985, poco después del devastador terremoto capitalino, para saber por qué México era tal y a dónde iba: “...es el país que va a crucificarse para que el mundo avance”. Los racistas afirmarán que nuestro problema es el mestizaje indigestado, los nacionalistas jurarán que nuestro demonio radica en la geografía, en ese vecindario imperial desafortunado que el destino nos deparó.
Razones puede haber las que se quiera para explicar nuestra fatalidad social: una derecha tonta, voraz y desvergonzada, una izquierda y un centro que no se distinguen de aquella pues actúan igual. De ahí que el reclamo multitudinario originado en el hartazgo argentino contra sus políticos: que se vayan todos, aquí también se pueda formular. Es la crítica circular sobre la estupidez que dirige la cosa pública, pero ¿y si se van ellos, quiénes van a llegar en su lugar? ¿Los que ya están llegando sin decirlo, el narco que domina más del 50 % de los ayuntamientos mexicanos al financiar las campañas políticas de los alcaldes y sobornar a sus funcionarios, según declaró hace días Edgardo Buscaglia, asesor de la ONU en temas de la feudalización política obtenida por la delincuencia organizada? ¿Los que propongan y apliquen una antidemocrática y represiva mano militar-policiaca para rescatar a nuestro país de su sexto lugar entre las naciones de mayor criminalidad en el mundo, sólo detrás de Afganistán, Irak, Paquistán, Nigeria y Guinea Ecuatorial? ¿Los mismos de siempre, los clones de los clones: Peña Nieto, Ebrard, Mouriño, Martínez, Cordero, Beltrones, Yunes? ¿Qué horror es peor? ¿O a fin de cuentas son meras variantes de lo mismo porque provienen de la misma descomposición?
Abandonar las ilusiones acerca de la realidad mexicana supone abandonar una realidad que requiere ilusiones. Entonces, ¿todo empeorará? Depende de donde uno coloque tanto el pesimismo de su inteligencia como el optimismo de su voluntad. Ciertas reflexiones son terapéuticas, por ejemplo, reconocer que, matices más, matices menos, la cuestión última del momento es global y que el proceso del mundo, visto en su conjunto, “tiene más puntos en común con una fiesta de suicidas a gran escala que con una organización de seres racionales en busca de su autoconservación” (Sloterdijk). Es cierto que para nosotros, los individuos de las grandes ciudades, los habitantes de la sociedad del ego, los usuarios terminales de sí mismos, es harto difícil aceptar que algo más allá de lo visible por fin se terminó.
La noche histórica viene y es mejor obedecerla, actuar en concordancia con su aparente opacidad. Simplificar, componer, nombrar. Sólo se desilusionan los ilusionados. Y el agua amarga de la rectificación de las denominaciones sobre lo real acaba siendo un poderoso tónico que quizá permita desmentir a Lawrence, porque el único milagro que existe, según aseguran ciertas corrientes muy antiguas, es el cambio de actitud. La gente puede cambiar siempre, esa es su facultad, la libre elección de su espíritu. Aunque nunca los políticos: ahí está el homicidio idiota del New’s Divine y sus secuelas esperpéntico-mediáticas a cargo de quienes utilizan lo que sea, la muerte de los otros incluida, creyendo que así ellos seguirán vivos. Pero la estafa no existe, de una manera o de otra toda acción se retribuye. Aunque el país real nunca lo cobre, aunque los hombres del poder fallezcan en sus camas. Cada cual será mañana lo que hoy hace. Aun creyendo que no habrá nunca tal mañana.

Fernando Solana Olivares

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