Saturday, March 07, 2009

EL PODER DE LA INTENCIÓN / II

Si los antiguos textos espirituales lo afirman, y la poesía, esa forma privilegiada de penetración en la realidad, así lo intuye (“Para nosotros sólo cuenta el intento, lo demás no es asunto nuestro”, escribió T.S. Eliot), ahora una tendencia científica emergente lo propone como hipótesis a verificar, o como “premisa descabellada”, según acepta Lynne McTaggart, autora de El experimento de la intención, (Editorial Sirio, Málaga, 2007), un libro merecedor de consideración rigurosa y atenta por encima de la doxa positivista, aquella desdichada y tan parcial restricción que obliga a considerar como existente nada más lo que los sentidos físicos perciben.
La premisa descabellada que explora McTaggart es que “el pensamiento afecta a la realidad física. Una gran cantidad de investigaciones sobre la naturaleza de la conciencia, realizadas durante más de treinta años en prestigiosas instituciones científicas de todo el mundo, muestra que los pensamientos son capaces de afectar todo tipo de cosas, desde las máquinas más simples hasta los organismos vivos más complejos. Estos resultados sugieren que los pensamientos humanos y las intenciones son una sustancia física que tiene el asombroso poder de cambiar nuestro mundo. Cada pensamiento que tenemos es una energía tangible con poder para transformar las cosas. Un pensamiento no es sólo una cosa; un pensamiento es una cosa que ejerce influencia sobre otras”.
McTaggart advierte que este postulado de que la conciencia afecta la materia “está en el centro de una discrepancia irreconciliable entre la visión del mundo de la física clásica ---la ciencia del mundo visible--- y la de la física cuántica ---la ciencia del mundo microscópico”. El tiempo moderno es el momento de las fragmentaciones, la instancia de órdenes integrales que en su afán de totalización se desploman, y en la tardomodernidad dicho escenario abarca mucho más que lo político, lo cultural y lo social para trastornar las bases físicas mismas de una concepción del mundo ---esas hasta hace poco incuestionables “reglas del juego” de la ciencia newtoniana--- que hoy se sabe no suficiente, rígida y unilateral.
“Creemos ---escribe McTaggart--- que la totalidad de la vida y su tumultuosa actividad continúan a nuestro alrededor, con independencia de lo que hagamos o pensemos. (...) Sin embargo, esta ordenada y cómoda visión del universo como una colección de aislados y previsibles objetos se vino abajo a principios del siglo XX, cuando los pioneros de la física cuántica comenzaron a adentrarse en el corazón de la materia. Los más diminutos fragmentos del universo, los propios componentes del gran mundo objetivo, no se comportaban en absoluto conforme a ninguna regla conocida. (...) Borh y Heisenberg se dieron cuenta que los átomos no son pequeños sistemas solares en miniatura, sino algo mucho más caótico: pequeñas nubes de probabilidad. Cada partícula subatómica no es algo sólido y estable, sino que existe simplemente como una potencialidad de cualquiera de sus entidades futuras ---lo que los físicos llaman una ‘superposición’ o suma de todas las probabilidades, como una persona que se mira a sí misma en una sala de espejos”.
En el nivel cuántico, según consigna la autora, la realidad se parece a una gelatina sin cuajar donde la materia no puede ser dividida en unidades independientes ni tampoco describirse por completo. Ahí, en ese mundo primario que constituye la totalidad de lo existente, la materia subatómica no tiene sentido en el aislamiento sino dentro de una red de interrelaciones dinámicas, a la manera de una gigantesca capa básica de energía que va sucediéndose en continuos intercambios de información los cuales provocan “refinamientos constantes y sutiles alteraciones”. No como un almacén de objetos separados y estáticos sino como un organismo único compuesto por campos de energía interconectados y en continua transformación.
Lynn MacTaggart recuerda la perplejidad y sorpresa de los científicos que por primera vez en la modernidad occidental miraron (otros, por distintas vías experimentales y en tiempos remotos, también lo vieron) los insondables misterios de ese mundo cuyo nivel es infinitesimal y donde la presencia de un observador era lo único que permitía examinar y medir sus partículas subatómicas, componentes que antes de la observación existían como pura potencialidad pero que al ser vistos “colapsaban” en un estado específico.
“Las implicaciones de estos primeros resultados experimentales eran profundas: la conciencia viva era de alguna forma la influencia que convertía la posibilidad de algo en una realidad. (...) Algunas de las figuras más importantes de la física cuántica argumentaron que el universo era democrático y participativo ---un esfuerzo conjunto entre el observador y lo observado”, consigna McTaggart, para abundar en la espléndida paradoja antes desconocida y no por eso menos verdadera.
De tal manera que la observación ---en sus palabras: “la participación de la conciencia”--- es lo que hace cuajar la gelatina donde se origina aquello que describimos como realidad, que no es algo fijo y estable sino fluido y cambiante conforme al pensamiento que al percibirla la influye, la construye: vemos (somos) lo que pensamos.
Y de esta evidencia epistémica se deriva una pregunta determinante: si la mera atención afecta la materia física, ¿cuál es el efecto en ella de la intención, esa forma superior y sostenida del pensamiento que llamamos atención?

Fernando Solana Olivares

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