Friday, October 23, 2009

ACCIÓN PLÁSTICA

Flaubert dijo que Ivêtot, pequeño pueblito normando, valía Constantinopla. El drama humano priva en todas partes. Como aquí, donde en el pequeño museo Agustín Rivera del INAH en Lagos de Moreno preséntase una exposición triple: “Los Helguera: una genealogía”, compuesta por esculturas del padre, Carlos Helguera; caricaturas del hijo, Antonio Helguera; óleos y dibujos del nieto, Julián Helguera.
Y la inauguración es un tumulto. El estrecho recinto del museo compuesto de dos salas rectangulares que terminan en un muro ciego hierve de gente. Mientras tanto, tres músicos al fondo de esa encrucijada, una viola y dos violines, están tocando un terceto de Antonin Dvorák, música elegida por Carlos Helguera, él mismo un consumado intérprete de ella, en una ocasión que cumple como homenaje a este hombre ya mayor que ha sido filántropo de la cultura en la ciudad por muchos años, trayendo de su peculio autores e intérpretes musicales muy ameritados.
Significa todo un ejercicio de silencio y quietud para quienes están de pie unos junto a otros, estudiantes universitarios sobre todo, todavía desmadrosos y no acostumbrados a estos asuntos: las inauguraciones. Junto al trío de músicos, compuesto por una mujer y dos hombres, está sentado el escultor, quien se observa, con cierto abandono que sólo es levedad, envuelto y transportado por los hermosos, expresivos sonidos. Detrás del homenajeado y los músicos sobresale el busto de don Agustín Rivera, el personaje que habitó la casa. Y le digo a mi mujer, quien permanece a mi lado:
---Mira, don Agustín está llorando.
Unos hilos líquidos corren de sus ojos, mojan las cuencas broncíneas del rostro y bajan por las mejillas. Mi mujer confirma que así es. Alrededor de nosotros: ella y yo, el homenajeado, los músicos y el busto de don Agustín, que llora lentamente, queda un escaso círculo de espacio libre. Todo lo demás, el reducido patio lateral y la escasa entrada, incluyendo la parte de afuera del edificio, vibra congestionado.
Asistir al acontecimiento requiere hacer un sacrificio. Las señoras copetonas de la aristocracia local se muestran un tanto desconcertadas, pues siendo fecha tan señalada no entienden cómo el lugar se atestó de pueblo estudiantil. Las costumbres de la tribu no se cambian y al fin, luego de veinte minutos y cuatro movimientos, termina la pieza de Dvorák para beneplácito de todos y se procede a la inauguración formal. Antonio Helguera se ha escondido en medio del tumulto, Julián Helguera está sentado en el piso como un jovencito más.
Procedo a reconocer los méritos de los tres expositores, hablo del heroísmo cultural de don Carlos, de su mecenazgo inusual, de su delicada galería de retratos escultóricos ahora a la vista del público, de la belleza del montaje, gracias a las soberbias piezas, en la sala que a continuación se abrirá. Digo que Antonio Helguera es un caricaturista ácido e implacable en la mejor tradición de la caricatura nacional, ese instrumento primordial de la conciencia crítica desde el siglo antepasado hasta nuestros días. Que hoy es un relator agudísimo de esta época sangrienta, desigual, autoritaria y estrambótica. Termino aludiendo la precoz maestría técnica de Julián, quien por primera vez expone, y cuyas obras hacen pensar en aquello de Molière: el artista nace sabiendo. Mil gracias a todos y Carlos Helguera corta el listón.
La tensa serpiente de gente se mueve con dificultad. Los estudiantes asaltan la mesa de bocadillos, de los cuales ya no habrá cuando al expositor se le antoje uno, y muy pronto se terminan las treinta botellas de vino previstas para el ágape ante el nada discreto asalto de los jóvenes y de otros festejantes. Quienes alcanzan copa brindan y comentan y chismean entre sí. El mismo número de gente representa un dictamen: qué éxito. A la gente le gusta la gente.
Aun aquí, tierra de godos, como afirma la conseja popular, parientes y enemigos todos. Este público que va formándose no parece estar enemistado, al contrario. En la sala de arriba resuenan carcajadas: las caricaturas de Helguera estremecen lúdicamente a los chavos, absortan a los grandes y epatan a los laguenses conservadores, nietos de cristeros. Los óleos de Julián llevan por tema un signo de la época: cuatro pasos de una pera en putrefacción. Y la sala de abajo, pululante de visitantes igual que la otra, montada como un escenario impactante y conmovedor de treinta y dos piezas de calidad memorable que confluyen en la acción plástica de los montajes: elaborar cajas mágicas, las cuales suspenden el tiempo del espectador porque intervienen el espacio que va a rodearlo.
Más tarde debió decírsele a la gente remolona y demorada que la ocasión había acabado. Desde entonces los lugareños no dejan de ir al museo a ver la muestra, cuya inauguración ---pueblo chico, comentario grande--- sigue mencionándose. Efemérides púdicas y discretas de una modesta escala. O cajas de resonancia: en Lagos se monta un espacio escénico y hasta ceremonial ---sin precisarla, pues es una ocurrencia que sería ocioso elaborar: algo tiene la sala de templo masónico---, y entonces el espíritu de la cultura, lo intangible, lo artificial necesario del arte se manifiesta, flota por aquí. Que Ivêtot valga tanto como Constantinopla. Tal barbaridad.
Misterio tremendo es el mundo, afirmaba el pensamiento medieval que tanto se nos parece: tanto para vivir asombrados, sólo mirando las cosas que ocurren unas tras otras como si cada día tuviera su propio afán, su propio significado. Como si cada día.

Fernando Solana Olivares

1 Comments:

Blogger JORGE SOLANA AGUIRRE said...

Saludos Fernando. El recuerdo es un acido para el presente.

Cuando desees venr a Paris, aqui esta tu casa.

Yo sigo en el taller de narrativa en el insituto cervantes, y estoy estudiando jardineria Francesa.

1:52 PM  

Post a Comment

<< Home