Sunday, October 11, 2009

NOTICIAS POST

Leído apenas el ocaso de García Márquez (Gerald Martin, Proceso 1718), una imagen que escribe su biógrafo queda en la memoria. El casi postrero gran escritor confiesa que está deprimido. ¿Por qué, con una vida como la tuya?, pregunta Martin. Por lo de afuera, porque todo esto se está acabando, contesta el hombre viejo dueño de las palabras, a solas con su entrevistador en el salón vacío, y hace un gesto señalando el mundo de afuera, “el siglo XXI (que) pasaba ante nuestros ojos a velocidad vertiginosa”.
La escena va más allá de alguien que se entristece ante su propio final; consiste, más bien, en la emoción nostálgica de mirar el final de las cosas. O de ciertas cosas, para atemperar la tajante afirmación. La melancolía de García Márquez puede obedecer, además, a la tarea del escritor-narrador: ser el custodio de las metamorfosis que ocurren ante sus ojos o las sugiere su intuición. Es el sentimiento de pérdida que viene aquejando a la Galaxia Gutemberg cada vez más aceleradamente. Continuarán las palabras, desde luego, son las marcas del espíritu, pero su vehículo, el libro, será pieza de museo o posesión de monjecopistas.
Y ya que no quedan nuevos comienzos en la cultura, según bien dice George Steiner, los verdaderos comienzos resultan contraculturales, pequeños formatos. Por eso mi joven amigo, quien no conoce a García Márquez ni a Steiner, me lo dice con fruición. Está sembrando bambú en una hectárea de tierra y registra a su alrededor una considerable cantidad de amenazas de la época, pero éstas no lo perturban, ni siquiera lo preocupan, pues él suele colocarse en un futuro posterior a este momento. Aunque vive en el presente, como cualquiera que lo conozca podría jurar.
Mi joven amigo es post-apocalíptico. Su mujer, aún más joven que él, está embarazada, y los dos lucen plenos de alegre confianza, de bienestar. Practican y se preparan, sin necesitar conceptualizarlo, para dominar el arte más viejo que se conoce (Sloterdijk): el arte de hacer seres humanos. Y entre todo ello, él cultiva bambú, una planta de crecimiento superior a todas, hermosa y rentable, mutifuncional y útil, comestible. Mi amigo celebra este final emprendiendo otros asuntos. Es un jardinero fiel y tiene ya 250 macetas y tres pequeños jardines en la zona rural donde vive, uno de ellos japonés, los cuales riega llevando la escrupulosa cuenta del tiempo y del agua.
El Cándido de Voltaire termina en un jardín, que es donde comienza también la edad adánica, el bien y el mal, la expulsión y la caída. Dice Kafka que perdimos el paraíso por impacientes y que por impacientes no podemos regresar a él. Pero como todo buen jardinero, mi amigo es paciente. Estar en el presente requiere comportarse así. Me confía cuestiones que va sabiendo por sus navegaciones en la red, donde frecuenta sitios propios de sus convicciones terminales.
En el pasado me ha sugerido ciertos links nuevaera y banales, pero también otros muy interesantes. Tal ingenuidad, sin embargo, es parte de su encanto, de su mirar las cosas de otra forma. Me advierte sobre fechas cercanas, de aquí a unos días, donde la búsqueda de matrices semánticas en la red, de palabras repetidas, indica reiteradamente que vendrán acontecimientos graves (“¿Cuánto?”, pregunto; “diez veces más graves que el 11-S”, me responde con su suavidad característica: “guerra nuclear entre Irán e Israel, por ejemplo, o revueltas sociales profundas en Estados Unidos”).
Son los tópicos de esta hora. Sentados a la mesa conversamos de los signos de los tiempos, como si el momento fuera bíblico y requiriéramos, ahora impacientes, adelantar un poco las agujas del reloj de los acontecimientos. Una charla tal se llama pre-meditación, según el filósofo: vislumbrar imaginariamente lo que puede ocurrir, intentando reducir de esa forma la dura aspereza de lo inesperado. A la manera de una comprensión anticipada, pues todo lo que se nombra como posible se puede entender y aceptar: re(a)signar. Y con mi joven camarada pongo en curso aquella gramática de la pertenencia mutua, nos escuchamos estando juntos.
No le comento a mi amigo, su antípoda, que el anciano mago de la imaginación narrativa está triste viendo pasar días que, como el hielo en su novela canónica, se derriten. Cuando su última obra llevada al cine se topa con la farisea censura de una coalición contra el tráfico de mujeres, quienes aseguran que Memoria de mis putas tristes fomenta la pedofilia y la prostitución infantil. Media literatura universal tendría que ser quemada según ese criterio inmoral.
Hasta que llegue el día, que según mi interlocutor ya se aproxima. Mientras tanto me explica que hay varios tipos de bambú: estructural, semiestructural, comestible, y uno negro, más caro, de gran belleza y profunda extrañeza. No puedo pensar que su urgente sentido de lo inminente haya contaminado su esperanzado sentido del tiempo: se va a acabar, sin duda, pero luego comenzará.
Esta joven pareja viene de regreso y va de salida. Entre otras virtudes que parecen resultarles naturales y espontáneas, ya dejó de mirar atrás. Cuando salga hacia lo que ocurra: realineamiento, refundación, catástrofe, o lo que sea, no correrá el nostálgico riesgo de volverse estatua de sal. Diría mi amigo que todo final es un volver a comenzar.
Y sí: aquí andan ya las nuevas gentes, el nuevo pensamiento, la originalidad. Los que reanudan todo, aunque distinto, otra vez. Los resistentes, los ocupados, los malditos tranquilos. Los que invirtieron la pauta sentimental.

Fernando Solana Olivares

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