Friday, October 30, 2009

PRESO EN MILÁN

Peripecias y reconocimientos componen el argumento de toda tragedia que sea completa, como la que sigue. Un hombre, adulto joven, investigador y docente en una universidad del interior, viaja a Italia para visitar a su mujer de esa nacionalidad y a sus dos pequeños hijos. Cuando baja del avión, cargado de regalos, es detenido, cumpliéndose así una denuncia penal que su mujer ha interpuesto contra él sin informárselo. Peripecias: el paso repentino de una situación a su contraria.
La esposa ya llevaba meses en su tierra, a la que había regresado huyendo de los maltratos del marido. Sería ocioso preguntarse cuán graves fueron éstos, porque sean los que hayan sido, eran. Y en el contexto de la disputa matrimonial hubo alcohol, la pócima necesaria para que el monstruo masculino despierte. Un dicho romano asegura que beber vino y no golpear a la mujer es como acudir a un circo donde no hay leones. Extraña simetría: el alcohol, la droga del ego, y la violencia contra lo femenino.
La tragedia trata de acciones, no de caracteres. De tal manera que la acción de este hombre habla por sí misma y lo condena. La dura ley. Además, preso en el extranjero. Ciertas versiones afirmaron entonces que la esposa estaba arrepentida de su denuncia y las consecuencias con ella desencadenadas. Pero la justicia no toma en cuenta que los estados mentales que determinan la conducta son transitorios: un solo acto determina la suerte de un sujeto.
Y éste fue encerrado en una cárcel que después de tres años de cautiverio llamaría “un verdadero infierno”, mediante una carta enviada a sus íntimos hace apenas unos días: “a los crueles suplicios de toda clase, como el estar atrapado entre los barrotes 22 horas al día, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, todo tipo de maldiciones, peleas, actos perversos, juramentos injustos, muertes ‘naturales’, innaturales, suicidios, angustia, soledad inconmensurable”.
Reconocimiento: cuando el personaje pasa de un estado de ignorancia al de conocimiento, y gracias a ese tránsito logra hacerse cargo de, o cuando menos comprender, su situación. Tal fue la causa por la que este hombre se declarara culpable ante el juez de los delitos que le imputaban. Esa actitud desconcertó a un alto funcionario universitario que viajó hasta allá para dar testimonio jurídico del buen desempeño laboral y público del investigador.
La carta mencionada confirma dicho giro, un tercer elemento de la trama, además de las peripecias y el reconocimiento: lo patético, la acción dolorosa que se representa. Rimbaud dijo: yo es otro. Este hombre dijo: yo soy culpable. Dicho comportamiento corresponde a lo que toda tragedia completa busca, la catarsis, la purificación de las pasiones del protagonista.
Aquella acción, purificarse, este hombre la asumió como una conversión al cristianismo. “El motivo de esta carta es muy simple: hacer eco a la voz de la esperanza. Estoy convencido que todos nosotros somos constructores inaplazables de un mundo nuevo”, escribe al comienzo de sus páginas manuscritas. Después cita un dicho árabe: “Si quieres trazar el surco justo sobre la tierra, apunta tu arado a una estrella”, para añadirle, devoto y antilírico: “Yo agregaría: esa estrella se llama Jesucristo”.
Amor, compasión, caridad, Ratzinger el teólogo, Tomás de Aquino, citas bíblicas y latinas, un místico de la tradición ortodoxa, dos beatos, uno de ellos vietnamita, entre otros términos salvíficos y hasta etéreos, componen la mayor parte de su mensaje, cuya tendencia metafísica y cuyo lenguaje directo le quitan tensión al tema, a pesar de la reiteración que hace: “ningún hombre está perdido”. Acaso es muy extramundano el dios que este hombre postula. Si lo viera como intramundano quizá describiría con detalles (peripecias) la experiencia de permanecer en una prisión extranjera por más de mil días y encontrar la presencia divina precisamente ahí. Pero a fin de cuentas afirmar esto resulta injusto, a un texto nada ajeno al mismo se le puede pedir.
Los maestros narradores promulgan que sobre el protagonista de un relato no debe decirse que está triste sino en vez de ello mostrar su aflicción. Que sin embargo el lenguaje tiene lógica propia y ésta resulta empecinada. Súbitamente así, sin anunciarlo, luego de exponer todas sus hipótesis de esperanza, la carta deriva hacia confesiones personales que no se extienden porque, según afirma su remitente, “parecería que escribo para llorar y desahogarme”.
Menciona brevemente a “amigos musulmanes”, desde luego a un sacerdote que lo conforta y a sus hijos, a quienes hace años no ve. Reitera su amor por amigos y familiares y se sube a su vehículo individual de fe cristiana ---por ahí la define exactamente: la fe es un hábito--- para cumplir el orden riguroso que tiene la tragedia. Cuando salga, porque saldrá, este hombre habrá ganado todo, habiéndolo perdido todo.
La gracia va hasta el final de las historias griegas, la sucesión de acciones, no de caracteres. Puede haber tragedia sin caracteres, pero nunca sin acciones. Este hombre está en su celda y desde ahí escribe una carta anunciadora, como si fuera el mensajero de una buena nueva. ¿Aceptaría pensarse que al enviarla él mismo, metafóricamente hablando, liberó su alma? ¿Que llegó hasta la cárcel para escribir esa carta? Toda tragedia deja cabos sueltos, vectores potenciales de historias que son otras historias.

Fernando Solana Olivares

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