Friday, December 18, 2009

CANTOS TARDÍOS

Todo fluye y se mueve. No hay acto sin consecuencia ni palabra sin contestación. Pero el sentido general de los acontecimientos es, en su mayor parte, oblicuo y vago. O bien, como si se tratara de un oráculo, las cosas solamente alcanzan su significado cabal cuando ya han sucedido. La traición de Macbeth no es una inducción de las brujas sino una escena compuesta de realidades potenciales: él puede cometer su primer crimen, que dará lugar a los demás, o rechazar hacerlo y honrar la lealtad. Y aunque ciertas escuelas afirman que hay un destino personal prefigurado y que en ello radica el drama de lo humano, otras promulgan que el héroe es todo aquel que intenta imponerse a dicho guión secreto.
Así comenzó la mañana, apresurada y cavilante. Había leído un libro amarguísimo un día antes, Cosecha de mujeres (Oceáno), de Diana Washington Valdez, sobre el brutal safari de feminicidios que no cesa de ocurrir en Ciudad Juárez, ese hoyo negro de la conciencia nacional tan multisignificante, tan atroz. Iba pensando que la rigurosa investigación periodística de Washington Valdez era del mismo nivel, aunque metodológicamente distinta, al osario incandescente escrito por Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto (Anagrama), otro libro estremecedor y prosísticamente perfecto sobre el sangriento sacrificio sistémico de mujeres en la infernal frontera juarense.
Por eso le pregunté a Lydia Cacho, al final de la plática que ofreció en el campus universitario, cuál creía ella que fuera la causa profunda ---no formal, no operativa, no política--- de esta descomposición nacional, de este horror creciente. Había conmovido al atestado auditorio de estudiantes mayoritariamente femenino, maestros universitarios y público en general, mientras iba contando algunos aspectos de su trabajo en Cancún para proteger mujeres violentadas, de su investigación sobre las redes mafiosas de pederastia y prostitución infantil, de las peligrosas consecuencias que arrostraba hasta hoy por haber hecho públicas esas historias inadjetivables.
Lydia Cacho repetiría durante la charla un consejo que le diera su madre: “No seas soberbia. Haz lo que esté en tus manos. Hazlo bien”. Su fuerza escénica y discursiva ---vuelta considerable además por el peso moral que su acción alcanza (“nadie es más que otro si no hace más que otro”: El Quijote)---, su hermosa y femenina figura moviéndose con soltura por el estrado, todo ello logró una conspiración, una respiración de esta mujer admirable junto con el público, como si un clima de resistencia ética ante el mal se hubiese instalado en el aula universitaria.
La horizontalidad para vencer el poder vertical, las redes sociales como una opción común, la denuncia sobre una política pública del temor paralizante, la destrucción sistémica de la masculinidad, el rumbo directo del país hacia una dictadura violenta contra niños, mujeres y hombres, la predominancia criminal de una cultura guerrera, la necesidad de realizar talleres colectivos contra el miedo, la violencia y el terror: “Esta gente nos está dejando una nación deshecha”, dijo ella. Pareció entonces ser otra Antígona luchando contra el tirano, otra heroína pública defendiendo aquel arte tan viejo de hacer, respetar y proteger a los seres humanos.
Formulé además otra pregunta, anteponiendo algunos matices, según mi opinión, a lo que ella expusiera instantes atrás. Convine que era aberrante, sin duda, que el Estado se adueñara del cuerpo de las mujeres penalizando el aborto, pero afirmé que el biopoder estatal también, así sea más sutilmente, viene adueñándose del cuerpo de todos a través de epidemias y morbilidades diseñadas. Acepté sin ninguna reserva que es necesaria una reconstrucción de lo masculino, pero propuse reflexionar al mismo tiempo acerca de una reconstrucción de lo femenino, esa condición que no queda garantizada con la mera pertenencia biológica al género. Nunca he creído que los empoderamientos representen una acción esencialmente femenina.
La pregunta versó sobre aquello que la periodista veía venir para México en el futuro inmediato, dada la “cultura guerrera” que antes mencionara, las tendencias destructivas y las desviaciones sexuales endémicas que refiriera. Pero en la cuestión misma estaba la respuesta: mayor degradación, mayor violencia. Y luego quién sabe. Lo típico: no hay bola de cristal.
Tuve que retirarme antes de que el ejemplar acto civil terminara. Me fui pensando en una línea desolada de Keats leída en Steiner: “Un maníaco/ espera en las calles. Nadie escucha./ ¿Qué puedo hacer? Escribo sobre agua...”. Luego me pareció que aun de tal modo la conciencia denunciante y la visibilidad vinculatoria son el antídoto contra este horror social que va avanzando: fratrias de políticos, magistrados, legisladores, policías, empresarios, juniors, narcotraficantes, pandilleros, aquel segundo Estado diabólico de la podrida patria cuyos tentáculos, vicios e intereses son una metástasis incurable hasta hoy.
Concluí que no hay cantos tardíos cuando el lenguaje, la corrección de las denominaciones, los marcadores semánticos documentan y difunden las acciones del mal. Así de equidistante, así de bipolar es el tiempo actual: por un lado los buenos, los decentes, alentados por el valor de una Antígona que se atreve a nombrar las cosas; por el otro los malos, los productos de un gran error humano henchidos de criminal y sangrienta intensidad.
Canta entonces, oh musa, la digna cólera de Antígona. Tal vez sea el comienzo de la purificación.

Fernando Solana Olivares

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