Saturday, February 13, 2010

UN PAÍS QUE SE ACABÓ

Me hubiera gustado convertir en pregunta la afirmación que da título a este texto. Pero los signos interrogantes en él (¿Un país que se acabó?) serían solamente una concesión hipócrita al optimismo propio de cualquier reflexión políticamente correcta sobre el pavoroso estado que hoy presenta la realidad nacional. Es cierto que no puede aún vislumbrarse con precisión meridiana hacia dónde va nuestro país, pero sí es posible aventurar cómo y cuándo se jodió. Si se quieren fechas para conocer el cuándo, debe anotarse el 6 de julio de 1988 y los días subsiguientes a esa elección presidencial. Si se precisan libros testimoniales para saber el cómo, debe leerse, por ejemplo, 1988: el año que calló el sistema de Martha Anaya (Random House Mondadori, México, 2009), una puntual aunque acerba crónica de hechos fraudulentos y una esclarecedora reunión de entrevistas realizadas 20 años después con varios de los protagonistas visibles de ese momento axial.
Simplificando: fue entonces cuando este país quedó en manos de una tecnocracia neoliberal apátrida y proconsular, el salinismo, que con el pretexto de “modernizarlo” comenzó a aplicar insensatamente y sin contemplaciones los dogmas de la doctrina friedmaniana del shock político, económico y social para las regiones en desarrollo: las privatizaciones, las desregulaciones y la disminución del gasto público que han llevado a la miseria y al desamparo a millones de seres humanos en todo el planeta y no sólo aquí, en este lugar fallido cuya sentencia karmática lo define como “el país que va a sacrificarse a sí mismo”, según la consulta del Tarot hecha en diciembre de 1985 por Alejandro Jodorowsky para indagar, a través de medios heterodoxos y rechazables para el racionalismo, lo que vendría a suceder en el aciago e inmediato futuro nacional.
Crecieron así las plutocracias locales ---esos maharajás mexicanos insaciables y ahítos---, las instituciones de protección pública comenzaron a ser desmanteladas, la autosuficiencia alimentaria se evaporó al postrarse el campo mexicano y sus pequeños productores, la demencial hiperurbanización del país inició su ruta fatal, los procesos de formación educativa y capilaridad social dieron marcha atrás aunque se anunciara su puesta a punto en aras de otra falacia cosmética: la “competitividad”, los teóricos bienpensantes de la realidad democrática proclamaron el ingreso al paraíso de la modernidad ilustrada, y la hegemonía mental del monopolio televisivo estableció su mediocre imperio omnipresente de la idiotización colectiva, del entretenimiento basura y la distracción chatarra. Y peor aún: fue entonces cuando se fundó lo que investigadores periodísticos como Jean-Francois Boyer (La guerra perdida contra las drogas, Grijalbo, México, 2001) llaman “la génesis del narco Estado mexicano”, esa colusión directa entre los más encumbrados políticos y los barones de la droga, una supracriminalización de la cosa pública cuyas consecuencias cotidianas han derivado en la regularización del horror.
Lo que hoy se vive son meras consecuencias de todo lo anterior, y bastante más incluso, junto con esa “gangrena de la corrupción que ha penetrado todos los estratos del poder en México, al punto de convertirse en el principal ‘narco Estado’ del planeta”, en palabras del citado Boyer. Y acaso habría que preguntarse si dicha gangrena no está convertida ya en toda una idiosincracia nacional donde, como querría Gramsci, se desmonta y sustituye una cultura al mismo tiempo que se utiliza. Las técnicas para lograr esto han sido prioritariamente lingüísticas, mediante una gramática que infiltra el lenguaje coloquial y altera el sentido de las palabras y sus connotaciones profundas para cambiar valores y pensamientos, para construir otra percepción común de la realidad.
No se explicaría de otra manera el que Televisa, gran indoctrinador de estas horas obscurecidas, dedique mucho más tiempo de pantalla y cobertura, mucha más indignación dirigida, al atentado contra el futbolista Salvador Cabañas, ocurrido en un antro que cumplía como una sucursal disipatoria y disipada de sus “estrellas”, que a la sangrienta masacre de 15 adolescentes juarenses perpetrada en la colonia Salvarcar hace un par de semanas. O que el presidente Calderón haya restado importancia a un suceso tan ejemplificador del fracaso general y rotundo de su gobierno, calificándolo apresuradamente como “un ajuste de cuentas entre pandillas”. O que ninguna fuerza política sea capaz de proponer otra perspectiva posible ---o cuando menos, una perspectiva--- para atender este brutal desgajamiento de la vida republicana, esta descomposición sangrienta y corrompida, esta ostensible y escandalosa manera de perder entre las manos un país.
Los enemigos viven en casa y son principalmente quienes gobiernan pues ellos resultan parte activa de la misma patología pública que ofrecen curar. Suena maniqueo y reductivo, peligrosamente simplificante, pero por desgracia hasta hoy así parece ser. El único atenuante que acaso persiste es la certeza objetiva de que cualquier enfermedad profunda siempre llega a un punto determinante: el enfermo muere o se logra restablecer. Este era un país que se llamó México, tuvo su historia, su identidad y sus esperanzas. Se enfermó gravemente y encaró una disyuntiva. No se sabe todavía cómo concluyó tal dilema, pues toda crisis semánticamente entraña una oportunidad y permite un diagnóstico. Y en ocasiones hasta representa una metáfora de aparición simultánea donde la cura está contenida en la propia enfermedad.

Fernando Solana Olivares

1 Comments:

Blogger malhablado said...

Si el país se acabó, hay que construir otro, simplista, cómo construirlo y qué forma se le ha de dar, allí es donde.
Hablando claro, hay cosas que definitivamente ya no tienen solución, quizás lo mejor será dejar que los reptiles se destruyan entre ellos. Mantener a salvo el pellejo y atender a lo que sucede de un modo pasivo/activo.

10:34 PM  

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