Saturday, May 01, 2010

CUANDO LOS DURMIENTES DESPERTEMOS

La frase, aquí modificada, se debe al título de una reseña de V. S. Pritchett sobre Archipiélago Gulag, la abrumadora crónica del horror estalinista escrita por Alexander Solzhenitsin: “Cuando los muertos despertemos”. La leyó Martin Amis, quien la cita en su lóbrego y casi insoportable Koba el terrible (Anagrama, Barcelona, 2004), diciéndose a sí mismo: “Sí, eso es lo que toca ahora… Y no ha sucedido”.
La leo yo también y coincido: sí, eso es lo que tocaría ahora, pero no ha sucedido. Dormir y morir son sinónimos metafóricos; afirmar entonces que nosotros los mexicanos somos un pueblo de durmientes es una manera de aludir a la muerte civil que hasta ahora nos caracteriza: no sólo a los tantos muertos que ya están muertos sino sobre todo a los muchos vivos que viven como si estuvieran muertos para todo lo que ocurre más allá de su idiotismo, de su apremiante encierro en lo particular.
Pero la imaginación, aquella loca de la casa mental que no acepta restricciones narrativas ni obedece obstáculos formales, puede solazarse en la hipótesis de un despertar colectivo, o cuando menos suficientemente mayoritario, el cual podría ocurrir a) por la fuerza de las circunstancias, b) por la ciclicidad de los procesos nacionales, c) por la intervención de los dioses, d) por cualquier otra causa fortuita y desconocida.
Cuando los durmientes mexicanos despertemos será posible exigir masivamente y acaso lograr la despenalización de todas las drogas como única política pública capaz de derrotar al narcotráfico y sus fenómenos de descomposición concomitantes. La argumentación para fundamentar dicha legalización no solamente es objetiva y está originada en todo el espectro ideológico de la modernidad, sino que se basa en una lección histórica cercana que el sentido común logra comprender de inmediato.
Hasta Milton Friedman, profeta neoliberal de la derecha económica y política, enunció en fecha tan lejana como 1991 varias razones para ello, que Jaime Sánchez Susarrey glosó así recientemente (Reforma, 10/IV/10): 1. La guerra contra las drogas genera violencia, su despenalización la reduciría y permitiría dedicar recursos efectivos y considerables a la seguridad pública; 2. Las drogas, como el alcohol en el momento de la prohibición, son más riesgosas cuando se prohíben pues las sustancias que clandestinamente se les agregan suelen ser más letales; 3. El Estado no puede sancionar la libertad individual para drogarse mientras este derecho no afecte a terceros; 4. La legalización de las drogas no hace aumentar su consumo, como demuestran las estadísticas al respecto; 5. La inconveniencia de legalizar las drogas es sostenida, sobre todo, por quienes están encargados de combatirlas, debido a los inmensos presupuestos que se destinan para tal efecto; 6. La negativa a liberar el mercado de las drogas significa la protección económica del monopolio de los cárteles; 7. Las víctimas inocentes de la guerra contra las drogas son éticamente inaceptables.
Cuando los durmientes mexicanos despertemos será posible rechazar el trasfondo moral que priva en la guerra contra las drogas, esa visión fundamentalista propia del totalitarismo antidemocrático que otorga al Estado un poder indebido sobre lo que es bueno y lo que es malo para el cuerpo y la mente de los ciudadanos. Será posible rechazar una guerra que “es mantenida de un modo esquizofrénico por gobiernos que deploran el tráfico de drogas y a su vez son los principales garantes y patrones de los cárteles internacionales de droga”, como escribe Terence McKenna, entre otros. Al despertar sabremos del engaño inherente a una confrontación que no se hizo para ser ganada sino para prologarse indefinidamente, porque los beneficios ilícitos del narcotráfico son compartidos por los dos bandos en pugna: los buenos y los malos, la cual sirve asimismo para el control social policiaco militar ejercido por gobiernos “democráticos” con el pretexto de proteger a los ciudadanos.
Cuando los durmientes mexicanos despertemos no creeremos más en un sistema nihilista y destructivo que se empeña en reducir la vida de los sujetos al mundo de los sentidos, al mundo de la superficie material y sus envolturas brillantes, así éstas sean un espejismo inaccesible para las grandes mayorías. No creeremos ya en la propaganda tóxica de la videosfera, en el envilecimiento mental y cognitivo de las cadenas televisoras hegemónicas. Y no creeremos en un sistema político autista, alejado del interés colectivo, de la noción del bien común, donde derechas, centros e izquierdas son tan similares como indistinguibles entre sí. No creeremos en una Iglesia hipócrita ni en un sistema de justicia venal, tampoco en la humillación sistemática de los intelectuales que subastan su capacidad crítica ante el poder del dinero, el poder de la pantalla, el poder del poder. Al despertar no creeremos en todo eso, ¿entonces qué?
El hundimiento del valor de la vida, signo de estos tiempos sin síntesis, lleva a los muertos a despertar. Diría Martin Amis, comentando un asunto aún más grave, que la realidad es que las realidades han dejado de tener valor. Y si el sueño colectivo de los mexicanos, ahora una franca pesadilla, nos lleva al despertar, bien valdría la pena preguntarse por la naturaleza misma de tal situación. Terminado el sueño irrumpe la vigilia, que para muchos podría ser simplemente insoportable pues veríamos cara a cara el rostro verdadero de lo que entre nosotros es. Aunque siempre es un primer paso inevitable: abrir los ojos, desperezarse, acometer.

Fernando Solana Olivares

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