Friday, July 09, 2010

HAMLET DESINVESTIDO

De pronto llega la hora. Es tan arbitraria, tan inesperada, como todo aquello que sucede en la conciencia profunda: nunca se conocen las razones actuantes aunque secretas de esto que súbitamente se convierte en realidad. Pero los trámites del oficio continúan, las preces siguen diciéndose para entender lo que ocurre, o cuando menos para tolerarlo hasta el final. Y mientras tanto sólo queda estar donde uno está: no hay otro lugar.
La memoria es una sustancia arbitraria, no es lineal ni progresiva como una flecha lanzada hacia adelante sino más bien se comporta como las mareas del mar: viene y va. Un cierto gesto, un sabor perdido, un olor recobrado, una palabra olvidada o una fecha en el calendario lanzan el recuerdo hacia momentos pretéritos que convierten al tiempo en un teatro plástico cuyas escenas acontecen de nuevo, tan vivaces como si estuvieran siendo por primera vez.
Hubo una vez un niño que a los nueve años perdió a su padre un nueve de julio de hace tantos años que ahora se han acumulado como ladrillos en su biográfica pared. Al principio, como todos, alma de bronce, fue hijo de su padre, hasta aquel punto catástrofe una mañana cuando éste incurrió en esa costumbre irreparable, la muerte, que suele tener la gente. Después, como les toca a algunos, alma de plata, no pudo ser padre de su padre porque tempranamente lo había perdido. Ahora se pregunta si ya logró, como lo logran tan pocos, alma de oro, ser padre de sí mismo.
Ese niño que antes fue tuvo que hablar con el fantasma de su padre. Ser o no ser: he allí entonces el problema. Hacer o no hacer, creer o no creer, vengar o no vengar, decir o no decir, ir o no ir, lograr o no lograr, tener o no tener. El espectro paterno le contó la historia de la traición materna y le exigió el cobro de tales cuentas, como si el reino hubiera sido usurpado y a partir de ese nueve de julio todo estuviera podrido en Dinamarca y el castillo de Elsinore fuera la sofocante prisión universal de su misma casa enlutada. Y entonces comenzó una tragedia en sordina, cuestión propia de toda vida humana, pues para el niño ocurría lo que se sabe ocupa las vicisitudes de dicho género: poéticamente debe omitir la verdad.
De entonces en adelante la vida del huérfano precoz, a continuación adolescente y más tarde adulto, siguió aquel guión que los entendidos nombran el más enigmático malestar en toda la literatura occidental: el carácter y el destino como antitéticos, como excluyentes, al modo de fuerzas opuestas que sin embargo parecen necesitarse una a otra, pues a fin de cuentas todo carácter representa y significa un destino. Dualidades, contradicciones, serpientes que se muerden la cola: lo que ocurre es accidente o bien no hay accidentes; lo que se vive es porque sí o lo que se vive es para sí.
Alguien diría que la personalidad consiste en una serie de gestos afortunados. Este hijo de su padre tan poco tiempo, este no padre de su padre para siempre, este quién sabe si padre de sí mismo alguna vez, bregó con la dicotomía que tal muerte tutelar le había impuesto. Su destino inesperado, la orfandad, no traía consigo más que los desafortunados gestos de un carácter, aquel de quien queda a la intemperie emocional y así debe intentar cuando menos dos tareas: la sustitución de la figura ausente o directamente prescindir de ella. La primera acción es resbaladiza, la segunda es heroica. Una nunca logra concluirse por completo, la otra tarda tanto tiempo en alcanzarse que puede resultar fatal.
La memoria es una entidad de recursos varios: emerge cuando menos se le espera, anuncia su presencia sin antesala alguna, domina la mente antes de avisar. Erase una vez un niño que fue visitado por el espectro de su padre muerto y no se supo ante él ocultar. No tendría por qué, tampoco, pues entonces no habría sido lo que fue: un Hamlet atribulado por la pérdida temprana, por el fantasma que emanó de ella y por la traición que cualquier muerte entraña, traición a la vida misma si no al amor.
Y como aquel príncipe malogrado, ese niño que hoy casi es un hombre viejo debió labrar con el lenguaje su redención: la casa del ser es el lenguaje y siempre llega la hora de ver pasar la vida propia como si fuera de los demás. Se levanta uno sobre el barandal de su existencia y observa a la distancia actos que por fin bajaron el telón. Queda el último este viernes nueve de julio cuando la remembranza lo trae a colocación. El espectro del padre se ha desvanecido, la reina Gertrudis ya no existe y el usurpador de Claudio se marchó. Quizá hubo un alma de bronce sin pasar por la de plata y acaso la de oro nunca se pueda alcanzar. Pero desinvestirse no significa desautorizarse, pues este Hamlet no está más en el negocio familiar: su recuerdo es su propia cura, su autocuración.
Así la purga es un acto de metamorfosis y llegó el momento del acto V, el final. Sin duda el niño huérfano, como todo Hamlet, morirá, pero antes tendrá una victoria donde se reúnan el carácter y el destino, dejará entonces que sea lo que sea y aceptará el final de la apariencia: ni el dilema de ser o no ser atribulará su mente, ni la encrucijada de hacer o no hacer castigará su corazón. Será la historia tan común como extraordinaria del médico de sí mismo, del veneno que cura del veneno, de la terapéutica línea terminal: “El resto es silencio”, dijo el Hamlet trágico. “El silencio es el resto”, dice este niño que alguna vez lo fue. Ahora sólo es un hombre que menciona ciertas cosas expuestas a su mente por la memoria, tan confortante y plena arbitrariedad.

Fernando Solana Olivares

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