Friday, August 13, 2010

LA MUERTE DE PHIL KELLY

Siempre supe que alguna vez tendría que enfrentar este texto, también supe que me haría sentir muy infeliz. Escribir la anotación lacónica: “Hoy en la madrugada murió Phil Kelly. Descanse en paz. 3/VIII/10”, luego de recibir ese martes muy temprano por la mañana el doliente aviso telefónico de Ruth, su mujer. Y bregar entre dos emociones contradictorias, o quizá tres: una resignación proveniente del contentamiento, un descanso nacido de la racionalización, y una amargura originada por el rechazo ante la muerte sorda y ciega, emparejadora y obligatoria, incomprensible y tan cruel.
Semanas antes me había despedido de Phil, ya gravemente enfermo y postrado en cama, ya no pudiendo pintar y entonces, de algún modo, ya no siendo el mismo que tanto quise y tanto agradecí. Meses atrás, en abril de 2009, con motivo de la última de las tres exposiciones de su obra solar y trascendente que --- privilegio imborrable--- me fue dado montar, “La fuerza iluminada”, había escrito algo que sin ocurrir exactamente sucedió tal cual: “Phil Kelly pintará hasta su último día: es pintor-pintor-pintor. Los dones no pueden ser rechazados cuando se tienen, pues la vida termina por quintaesenciarse en la fidelidad al acto creativo, en su repetición, mientras el dios Apolo quiera y la canción del oficio dure.” Resignación proveniente del contentamiento: vivir, diría Phil, no es necesario; pintar sí, porque pintar es la única forma aceptable de vivir. Al dejar de pintar, debía dejar de vivir. En un texto conmovedor y entrañable, Pura López Colomé, una musa homérica y penetrante biógrafa poético-existencial de Phil, consignó el ritual que él seguía todos los días para que éstos fueran días de verdadera vida: “comenzar cada mañana, como su admirada Susan Rothenberg, limpiando el pincel de ayer, y usando esa agua ‘sucia’ para crear la siguiente imagen.” Comenzar, recomenzar, seguir, hasta la fecha fatal donde todo terminaría porque previamente ya había acabado: un martes de agosto, el mes más cruel.
Toda resignación aceptada desde el contentamiento ---los dioses nos lo dieron, los dioses nos lo quitaron--- es una reasignación. Así que el descanso consiste precisamente en terminar, cumplir con el enigma último de esta vida misteriosa y emprender el tránsito hacia una metamorfosis que llamamos muerte a falta de un nombre mejor. Transición, entreacto, intervalo. Los budistas tibetanos designan ese estado intermedio como el bardo de dharmata, la experiencia posmuerte donde hoy camina aquel ser intenso y risueño, espléndidamente generoso, amablemente humano y franciscanamente desprendido que fue Phil. Cumpliré cuarenta y nueve días invocándolo en ese sendero, pues tal es la cifra simbólica que se asigna a la duración del intervalo, y cada vez rogaré que el genio estético que tuteló sus logros y sus intentos, sus relámpagos coloridos y sus epifanías poderosas, su plástica expresiva y cautivante, su inagotable pintura, lo conduzca al buen sitio hasta donde debe llegar.
---Ay sí, tú ---susurra la voz de Phil en mi cabeza, suavemente irónica y antisolemne, ajena a todo elogio y lejana a cualquier pretensión, como solía hacer cuando yo me entusiasmaba, verbalmente exaltado, ante las obras deslumbrantes que creaba sin descanso en su baconiano y libérrimo taller.
Entre tantas, tres frases platicadas a lo largo del tiempo fueron un santo y seña entre los dos. Le llamaban la atención y lo divertían, tanto que consignó la segunda de ellas en un dibujo oaxaqueño que devotamente conservo e inscribió con gruesos trazos la tercera en los arrebatados muros de su estudio: “La reducción drástica de la necesidad”, una propuesta mixe para obtener la auténtica riqueza, que lo fascinaba en su exacta sencillez y por su aplicabilidad propia; “Ivêtot vale (lo mismo que) Constantinopla”, una sentencia de Flaubert donde queda establecido lo que Phil intuitivamente creyó y sistemáticamente hizo en su pintura: el tema y la importancia de la obra están en cualquier lugar; y “No es el mezcal sino Oaxaca”, aquella condensación de otro ebrio metafísico como él, Malcom Lowry, la cual despeja el asunto del alcohol y la ocupación del vino, su condición de mero soporte creativo y nunca de sustancia esencial.
Sin embargo la muerte es insoportable porque deja a los vivos un poco muertos también. Así que al morir Phil Kelly otros que tanto lo quisimos morimos con él. Es cierto que quedaron sus cuadros y podemos abismarnos en ellos, disolvernos e imaginar la entrada a su urdimbre favorecedora y mágica, multidimensional. Mandalas que están aquí y se realizan, atemperan la tristeza y curan la soledad. Pero la muerte es insoportable porque Phil Kelly aún estando ya no está.
---Ay sí, tú ---vuelvo a escuchar en mi cabeza, de parte de quien ejerció los atributos védicos propios del artífice verdadero al cumplir con su labor: un hombre bueno, ni haragán ni malhumorado, santo, educado, devoto y caritativo. En la gloria de cada color y trazo, de cada sabor y mirada, de cada sonido y contacto, de cada lienzo intervenido y cada papel rayado, siendo humano, demasiado humano, este pintor a veces logró todo eso y a veces no. Aunque ahí está su pintura, espejo de un universo, reflejo de una conciencia, imagen de tal posibilidad.
El canon afirma que quien percibe la belleza alcanza la liberación. Un martes de agosto, cuando el Sol brilló y la Luna estuvo en menguante, Phil Kelly alcanzó ese estado. Lo dejó tras de sí, para nosotros: su obra es el testimonio de esta afirmación.

Fernando Solana Olivares

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