Monday, December 06, 2010

CONTANDO UN DÍA.

La mañana despunta apenas, como si este lunes de noviembre no quisiera continuar. El frío alteño cala los huesos y a la distancia surge difusa y fantástica la Mesa Redonda, aquel cerro de impecable cima plana tan perturbadora de la razón: aeródromo de gigantes que alguna vez anduvieron por tales tierras yermas, pedregosas, ahora amarillentas por la sequía del tórrido verano anterior y las ásperas heladas de un invierno tan precoz que comenzó desde el otoño nunca manifiesto, así calendáricamente siga siendo hasta hoy. A los lados de la estrecha carretera surgen una y otra vez los manchones multiplicados de la brutalidad, las áreas de hierba quemada por descuido o por diversión, sinónimos de una misma conducta idiosincrática: la destructividad. Y el odio al campo, el odio mátrico, la tara nacional.

“Extraña vida: y yo aquí”. Es una de las tantas oraciones laicas que murmura con frecuencia este hombre extraño, desinvestido ya por su destino tangible sobre lo que años atrás esperó ilusionado para sí, pero no desautorizado todavía por su voluntad abstracta en cuanto a aquello que al vivir debe encontrar, y quien maneja velozmente para llegar en punto a impartir una clase donde de doce alumnos inscritos solamente estarán a esa hora, cuando mucho, uno o dos. Al pensarlo recuerda a Schopenhauer catedrático, con el aula vacía durante todo el semestre, mientras a su lado la materia impartida por el popular y carismático Hegel hervía de asistentes a granel.

Pero en el campus universitario al cual llega a tiempo, cinco minutos antes de iniciarse la jornada lectiva, no hay ningún Hegel, y las pocas aulas ocupadas tan temprano lucen mortecinas como si en todas ellas hubiera un sardónico y temible Schopenhauer dictando cátedra ante unos cuantos alumnos ateridos, desatentos, medio presentes en cuerpo y del todo omitidos en mente. Su cálculo resulta premonitorio: a las nueve en punto solamente una alumna está esperando afuera del aula cerrada. “¿Y la llave?”, pregunta el hombre. “Sabe, profe”, responde la chica en mexicano alteño, ahorrándose el “quién” e ignorando el término para ella extranjero de “maestro”, aquel que en su puntillosa autoestima lingüística el hombre cree merecer.

Debe recorrer el campus en toda su extensión para encontrar a algún trabajador de servicios generales que le haga el servicio de abrirle el salón. Va y viene sin encontrarlos, sólo ve escobas y recogedores abandonados por aquí y por allá como indicando si no el acto cuando menos la potencia de quienes han de estar escondidos en cualquier rincón táctico dándose a desear. Las cosas son signo de lo que representan y el hombre cavila, casi divertido, sobre la pachorruda naturaleza del mismo país, donde hay clases pero no están los alumnos, donde hay aulas pero nadie tiene la llave, donde hay intendencia pero no así intendentes, donde existen escobas pero ninguno que las haga barrer. Al fin localiza a uno de ellos, quien tarda varios minutos y prolijas gestiones en acercarse y abrir la puerta del salón.

Para entonces ya son cuatro y luego ocho los alumnos de la materia Literatura y Sociedad que han llegado a atender el temario del curso: un círculo hermenéutico dedicado a la lectura crítica de autores tan diversos como Orwell, Melo, Murakami, Petronio, Ibargüengotia, Kipling, Pitol, Faulkner o Woolf, entre otros. Y aunque hoy corresponde continuar con la explicación de alguna de las propuestas italocalvínicas para el milenio presente y sus aplicaciones literarias y sociales: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, consistencia, la cátedra monológica se convierte en una plática existencial de pormenores en común, pues el momento se rehúsa a su transcurrir cotidiano, como si fuera más singular que cualquier otro lunes de un invernal noviembre y cierta metamorfosis de las costumbres establecidas se impusiera ahora para no seguir alguna sentencia homérica al estilo de viene la noche y es mejor obedecerla, dado que la alborada inmóvil no prospera hacia la plena mañana que luego debiera ser mediodía, y tal excepción leve, rápida, exacta, visible y múltiple incita a una desobediencia consistente en otra manera de hacer.

Se aborda el tópico general de que no hay destino que no se transforme con la perseverancia y de ello se siguen sus derivaciones particulares: los trabajos del héroe tardomoderno o el sentido de estudiar Humanidades en esta hora terminal y última en la cual el conocimiento es una mercancía; el hecho de estar reunidos en un pueblo geográficamente central y culturalmente cristero cuando todo encuentro casual es una cita como la que se celebra aquí; la necesidad inmediata de un nuevo pensamiento que conozca el proceso intelectual de la modernidad y comprenda la equivocada deificación de lo humano para obtener otras pautas conceptuales y construir así una nueva forma de estar en la realidad; la impostergable revaloración de los pequeños formatos humanos mientras todo lo grande ha entrado en una fase final; la derrota de los miedos ideológicos y personales y el miedo al miedo como único temor a ser vencido; el sistema ético de servir y ser servido; la necesaria creatividad para inventar los empleos profesionales que el sistema ya no ofrece a las humanidades; la necesidad de reinventar aquello que llamamos humanidad.

El día estático se va contando a sí mismo entre ocho alumnos y este hombre extraño que sirve de profesor. Así la hora recupera su paso y la mañana camina a su conclusión. ¿Quién habla de victorias?, como indagó el poeta. Sobreponerse es todo: así sucede esta vez.

Fernando Solana Olivares.

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