Friday, February 18, 2011

ASÍ ESTAMOS IMPUESTOS.

ban a los consanguíneos suyos de ellos, haciendo entre todos un ágape promiscuo que iba volviéndose multitudinaria y dilapidadora arrimación sobre la yerma heredad rulfiana, en la cual hay agua más o menos corriente provista por el municipio apenas sacándola de profundos y sobre-explotados pozos abiertos desde hace unos diez años atrás.

—¿Y no puede educar a la familia, don Samuel, enseñarla a utilizar el agua del excusado y de las llaves, establecer reglas para su comportamiento, advertirle que en su casa no caben tantos, hacerle ver que el estrépito de los estéreos de sus trocas resulta insoportable, que usted y su mujer ya están viejos y cansados, que éste es el trabajo del padre y no el sitio de descanso de los hijos, que por única vez en su vida tiene condiciones laborales decentes (casa, agua y luz gratis, aguinaldo anual, sueldo por encima del miserable salario mínimo, ayuda de gastos médicos por si se ofrece como ya se ha ofrecido, trato patronal amable y considerado, libertad para ir y venir al pueblo hasta cuando se le acaban los cigarros), y que si las pierde, dada su edad y la situación que vivimos, dadas las prácticas seculares de explotación campesina en estas tierras irredentas, usted nunca más las volverá a tener?

Mi pregunta condensaba su circunstancia real y le proponía medidas posibles con el objeto de convencerlo para que, aprovechando la coyuntura del abuso filial, comenzara a vivir mejor. Don Samuel es un hombre bueno, habituado a trabajar sin descanso, honesto y confiable, pero aferrado y testarudo como el que más. Quizá el que más. Como él mismo dice, cuando una idea se le mete en la cabeza no hay poder alguno que lo haga reconsiderar.

—No, no puedo. Nosotros así estamos impuestos —volvió a decirme, sintetizando en su respuesta la decisión inapelable: el sábado se va.

Regresa a vivir en el pandemónium familiar del que salió hace tres años, asfixiante lugar donde habitan sus hijas y nietos abandonados por los yernos borrachos, una hija adolescente madre de una criatura, otra más pequeña idiotizada por la pantalla plana, incluidos los parientes de los parientes suyos de ellos gritones y echadores, y al otro lado de las delgadas paredes y enfrente, abriendo la puerta de la calle, una incontrolable turba vecinal. Perderá la lontananza de estos campos abiertos al horizonte, las sacras noches estrelladas donde cantan los grillos y esplende la luna, el sereno silencio del día y su soledad pacificadora, los crepúsculos que tanto aprecia y considera él, a quien nunca le han gustado ni el ruido barbárico ni el estrangulamiento del espacio hoy predominantes en el pueblito que hace no mucho, cuando todavía era lopezvelardiano y civilizado, iba a acostarse apenas oscurecía, como un rinconcito relojero y provinciano que entonces le robaba a cualquiera el corazón.

Asociaciones que hace uno: la pertinaz cerrazón de don Samuel, su negativa a considerar cualquier otra conducta diferente a la que la costumbre secular y la creencia inmóvil le imponen, solamente es el ingenuo y desesperado deseo de una mentalidad agrícola para garantizar que el mundo es algo inmóvil y en repetición perpetua, así sea tan insoportable como hostil. Don Samuel no conoce, ni lo hará, la libertad mental que significa modificar la opinión común. Lleva razón el sabio cuando afirma que hay tres clases de persona: la que involuciona, la que se detiene, la que se transforma. Y que entre ellas existe una distancia que va haciéndose insalvable. Él no lo sabe, pero esa es la definición característica de la tardomodernidad: un insidioso y profundo abismo que va más allá de las desigualdades económicas, un abismo cultural.

Fernando Solana Olivares.

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