Friday, February 04, 2011

LA ISLA EN EL LAGO.

Con el implacable gesto de un sastre que ensarta un hilo, José Martínez Torres ha escrito una novela de llamativa perfección. No desde luego porque no tenga equivalentes, ni tampoco porque carezca de un sitio en esa larga y poderosa corriente que llamamos tradición. Otros pulsos y otras prosas asoman entre las páginas de La isla en el lago. La minuciosa lección narrativa de los titanes franceses, por ejemplo, o las atmósferas públicas erigidas con el tono de lo particular observado, al modo de tantos autores literarios de la modernidad. Dichas poéticas, estilos o preceptivas fueron antes influencias indispensables para su autor y ahora son sus legítimas apropiaciones: sirven para recordar que el acto creativo consiste en tomar lo dado, lo existente, y obtener con ello una manera hasta entonces inédita de su formulación. Somática de la escritura que se resume en la vieja advertencia: todos los leones comen cordero.

La singular calidad estética de La isla en el lago (publicada hace años por el CNCA, ignorada desde entonces por la crítica, invisibilizada por la promoción editorial y hoy releída por quien esto escribe) debe buscarse en ella misma, como la de un cuerpo cuyo movimiento obedece a una voluntad íntima antes que al estímulo exterior, que traza trayectorias inesperadas en el espacio y crea leyes propias mientras su desplazamiento tiene lugar. Así los cuerpos se liberan del tiempo, así el tiempo congela su movimiento y lo convierte en una paradoja: moverse desde la quietud. Podría decirse que entonces se alcanza la transparencia del objeto literario, opaco y a la vez brillante, inmóvil y también veloz.

El tejido narrativo de esta novela es tan delineado y simple como lo exige el canon milenario del bien contar. En ella están un amor afligido y perdurable porque quedará interrumpido; un círculo del Infierno, el cabaret Singapur, donde los semidioses, simples mortales, alternan con los demonios y encarnan en parroquianos deudores de milagros elementales, en meseros vueltos asesinos al amanecer, verdugos de la luz, o en putas angelicales y sobrevivientes que de la caída transitan a la elevación, confirmando con ello que como es arriba es abajo; el recuerdo indeleble de la cárcel hecha santuario de la virtud viril, del heroísmo laico propuesto por una sensibilidad fascinada con el instante inasible, con su gesto y no con su duración; el acto disipatorio, sacrificial, de los dones y los bienes de la normalidad decente, del horario, el trabajo y la fortuna; el fracaso de la ilusión y la esperanza, ese amargo y lúcido disolvente que muestra a la apariencia en cuanto es: relativa, impermanente, transitoria.

“Herencia de agua —escribe el adelantado narrador de La isla en el lago—. Puesto que la ciudad estuvo en medio, ahora caminamos sobre las aguas, como Cristo en el mar.” Herencia de agua, escribe José Martínez Torres, y así queda denominada su propia elección: la memoria fantasmal que resbala entre los dedos, la contemplación huidiza que brilla mientras se evapora, la materia humilde que adopta toda forma que la contiene, la metáfora que lleva por encima del sentido para acercar las realidades que están más allá de los sentidos. En suma, la elección del arte del lenguaje, la elección de este espléndido escritor.

Toda literatura es un acto de fe porque reitera la existencia del mundo. Toda literatura es una transgresión porque sustituye el mundo para crear otro, autónomo y suficiente, que depende de quien dispuso los términos de esa creación. Por eso la literatura es un artefacto contradictorio: se debe al mundo y está contra él.

Dice la sabiduría que el universo es un libro, que todo libro encierra el universo. No sólo son las letras inscritas en el libro lo que abarca la totalidad, sino los espacios blancos, los intervalos donde no aparecen. Cuando se reflexiona sobre los silencios de esta novela, sobre el recipiente no mostrado, oculto, de su tejido laborioso, puede percibirse el por qué de su belleza formal, su fuerza trágica, su atracción. La mano controlada del narrador ha conseguido, sabiendo más de lo que cuenta, viendo más de lo que muestra, decir lo indecible mediante atmósferas que sugieren que el juego imaginario, incandescente, de su propio reverso creativo, es el espejo de un espejo donde la imagen reflejada alcanza el misterioso silencio con que se muestra la verdad.

De tal manera que las distinciones entre el es y el no es de La isla en el lago, distinciones que según un muy antiguo texto vienen de la decadencia de la unidad original, se disuelven y se coagulan para obtener la salvación que el arte dispensa: “cambiar todos los lugares y criaturas del mundo, para que cada cosa viviente, al comprender que no es lo que creía, pueda ser más, ser cualquier otra cosa, ser todo lo que debe”.

El amor y su contrario, el cuerpo y el deseo, el pecado y su santificación, el sentimiento y la memoria, las estancias de la sorpresa, la arquitectura del recuerdo, la materia de la pérdida, el rito fantasmal de la madrugada, el aliento agridulce de la ciudad: una isla en medio de un lago, metáfora relampagueante del ser y su condición.

¿Adónde van las novelas magistrales que no se leen e indebidamente se olvidan? ¿Tal descuido es una prueba en contrario de su valor? ¿O habrá algún día para tantas obras extraordinarias que hemos ignorado? Quizá existe u n universo paralelo donde lo que la mercadotecnia aquí vuelve invisible allá la sensibilidad lo multiplica, donde la obra de arte es Dios operante y el nombre del artista es el seudónimo de tal acción.

Fernando Solana Olivares.

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