Friday, July 08, 2011

SOBRE LA EXISTENCIA.

Dos actitudes heterogéneas existen acerca del misterio de la existencia. La primera es propia del pensamiento occidental y abarca desde el cristianismo hasta el existencialismo. Postula que la existencia del sujeto no es algo querido o elegido por él mismo sino resuelto por otra entidad, sean los dioses o el azar, con independencia de la voluntad propia. Se viene al mundo por un designio divino o por un accidente biológico. Los dos fenómenos son incomprensibles y escapan al escrutinio de la razón. Uno de ellos tal vez será descifrado al morir por el creador metafísico, si es el caso, pero el otro volverá a aquella nada informe de la que afirma haber surgido.

La segunda convicción, proveniente del pensamiento tradicional (entendiéndose la tradición no como una costumbre antropológica sino como una verdad objetiva existente más allá de la genealogía de los pueblos y de las vidas de sus individuos), también llamado filosofía perenne, establece que la existencia es una circunstancia elegida por el sujeto. Y que obedece por tanto a la intención de querer cumplir un desafío: la conquista del sentido de esa misma existencia, mediante un combate heroico contra las fuerzas del caos y de la mente, contra las fuerzas del tiempo histórico predominante que, como el de ahora, niega todo significado, excepto el material e inmediato, al hecho extraordinario de existir.

Se dice que estas actitudes establecen la distinción entre dos tipos de seres humanos: los retóricos, que buscarán su razón de ser entre lo que poseen y lo que obtienen, o a partir de los dogmas trascendentes que profesan, y los persuadidos, aquellos para quienes el mero hecho de existir ya es la respuesta al enigma de estar aquí, al enigma de por qué hay algo y no más bien nada.

Tal fue, como para muchos otros, la convicción profunda de Albert Camus al resolver el castigo de Sísifo, “el más hábil de los mortales”, según los antiguos griegos, haciendo que éste ame el bloque de mármol que debe subir a la colina una y otra vez durante toda la eternidad. Sólo amando nuestro destino, dice el autor, podemos vencerlo, darle sentido. Pero amarlo es considerarlo amable, es decir, merecedor de amor, así sea una tribulación tan grande como la de aquel rey de Corinto. El sentido está en la aceptación.

Uno podría afirmar con Cyrill Conolly: “En cualquier momento, me desagradó mi persona; la suma de esos momentos es mi vida.” Y aun en tal antipatía, asumida y por ende ratificada, hay un discernimiento que deriva en la persuasión de que haber sido así tuvo sentido porque permite observar aquella reunión de momentos personales que llamamos vida como un sendero tal vez inevitable entonces pero diferente hoy, cuando puede enunciarse como algo que ya no es sino que ha sido. El sentido está en el reconocimiento.

El relato de Franz Kafka, “Ante la Ley”, cumple para ilustrar el mismo dilema: la existencia nos es dada o la existencia es una elección. Un hombre de campo pide ser admitido ante la Ley. El guardián de la puerta que lleva a ella se niega a dejarlo pasar, pero le ofrece un banco y le permite sentarse. Pasan los días y los años, durante los cuales el hombre primero maldice a gritos su perverso destino y después, mientras la vejez lo va ocupando, decae en quejumbres. Cuando llega el final de su vida y está agonizando dirige una última pregunta al guardián: ¿por qué en todos estos años nadie más quiso entrar? La respuesta es legendaria: “Nadie ha querido entrar pues esta puerta solamente estaba destinada a ti. Ahora voy a cerrarla.”

Ese hombre de campo nunca leyó a Epicteto: “Recuerda lo esencial: la puerta está abierta.” Pero Henri de Montherlant sin duda sí leyó a Kafka y, después de hacerlo, acaso condensó el tópico de la puerta, el solicitante y el guardián en esta sentencia memorable: “La gente no sabe hasta dónde puede osar sin peligro; si lo supiera se volvería loca de pesar por no haber osado más.” El sentido está en el atrevimiento.

Dicha audacia también, o sobre todo, es conceptual. Radica en formular la vida personal desde una perspectiva simbólica, semejante a un tapiz tejido por fuerzas invisibles donde el sujeto encuentra significados en las coincidencias, percibe sutiles premoniciones y recibe enseñanzas desde los acontecimientos cotidianos. Los antiguos llamaban a esta facultad ciencia de la imaginación o arte de la liberación. Pero hoy en día tales instrumentos para comprender la verdad existencial son rechazados como inverificables, según observa Elémire Zolla, por la misma gente que cotidianamente se deja burlar por los fabricantes de imágenes políticas, que se deja engañar por los productores de publicidad.

El sentido está en la imaginación. Y alguna vez se marchitó culturalmente la fuerza imaginativa de la gente, esa energía fántastica confirmada por la certidumbre del poeta: hay muchos mundos y están en éste. Desde entonces el hombre no es ya “rey de su mente, donde deja que corra, feo río de desperdicios, un flujo de conciencia que tampoco intenta ya dirigir”, escribe Zolla.

La existencia recibida y la existencia elegida derivan, al fin, en la tipología humana esencial, no por olvidada ahora menos real: los dormidos y los despiertos. Los dormidos sufren una vida ajena dispuesta por su cruel creador o por el incomprensible azar. Los despiertos se hacen cargo de sí mismos y reiteran en su existencia inmediata, así a veces les sea tan difícil, aquella oración última del Ulises joyceano: “…y su corazón golpeaba como loco y sí yo dije quiero sí.” El sentido está en la afirmación.

Fernando Solana Olivares.

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