Sunday, November 13, 2011

CELAN EN EL PUENTE.

Citado por Carlos Ortega en su conmovedor prólogo “Que nadie testifique por el testigo” a las Obras completas del poeta Paul Celan (Trotta, Madrid, 1999), John Felstiner afirma que éste “asumió su desgracia y nunca creció inmune a ella”, la cual fue haber nacido en un tiempo y en un lugar equivocados.
La palabra que más repite Paul Celan en los ochocientos poemas que publicó y en los cuatrocientos setenta y seis que dejó inéditos ---“casi 1.400 veces a lo largo de treinta años de escritura”--- es tú. El prologuista define eso como “un afán manifiesto de encontrar un interlocutor”, cuyos objetos/sujetos irán desde el poeta mismo hasta su familia, una piedra o una letra del alfabeto hebreo.
Acaso entonces dijo tú al puente Mirabeu en París aquel 20 de abril de 1970 cuando desde ahí saltó al Sena. Venía del piso que ocupaba en el número 6 de la Avenue Émile Zola, donde hacía año y medio vivía solo, separado de su esposa e hijo. Tiempo atrás Celan se había referido al puente Mirabeu en su poema “Y con el libro de Tarusa”, vinculándolo además a otra poeta, suicida igual que él ante el horror de la historia, Marina Tsvietáieva.
Sería inútil elucubrar lo que pensó el poeta que desmintió la tesis de Adorno de que después del holocausto había terminado la poesía, antes de saltar a esa ancha corriente gris y perderse en sus profundidades hasta el 1 de mayo, cuando su cuerpo fue encontrado río abajo por un pescador. Carlos Ortega cuenta que sobre la mesa de Celan se encontró un ejemplar de Hölderlin abierto y subrayado en un pasaje: “A veces el genio se oscurece y se hunde en lo más amargo de su corazón”.
Jean-Dominique Rey, citado por Ortega, recuerda de Celan “su porte lento, ligeramente oscilante, como el de un poeta habitado por el Verbo o el de un Sísifo en la desesperación. Nunca hubo indiferencia en su paso. Pero en cuanto te veía, lo primero que salía era su encanto y su amabilidad”. El mundo iluminado, hermenéuticamente llevado a su límite en la simplificación del lenguaje que Celan poéticamente utiliza, es concordante con dicho encanto y amabilidad.
Lo amable es aquello digno de ser amado, que lo es porque ama. Sin embargo, el complemento del retrato del poeta permite entender lo esencial: “Su sonrisa, ligeramente retraída, marcaba una especie de distancia infranqueable entre él y el mundo, pues no dejaba ver de ella más que el velo con que la cubría”. Nacido en 1920 como judío en Czernowitz, capital de la Bucovina, región de los Cárpatos que acababa de integrarse a Rumanía luego del hundimiento del imperio austrohúngaro, ni Celan ni sus padres salieron de la ciudad cuando los rusos la abandonaron ante el avance nazi.
El sábado 27 de junio de 1942, Celan tuvo el primer disgusto con su madre. Le reprochó su negativa y la del padre a acompañarlo hasta una fábrica de detergentes donde solían esconderse cuando aumentaban las deportaciones de judíos hechas por los nazis. “No podemos escapar a nuestro destino”, dijo ella, y se quedó con el marido. Fue la última vez que su hijo los vio. Fueron llevados al campo de Mijailovka, donde primero moriría el padre de tifus y después la madre de un balazo en la cabeza.
Carlos Ortega señala que el poema “Angostura” refleja ese momento: “Llevado/ al terreno/ del/ vestigio/ inequívoco:/ Hierba, Hierba,/ separadamente escrita.” En un texto escrito para el catálogo del pintor surrealista Edgar Jené, Celan postuló que la tarea del arte consiste en “no dejar de dialogar con las fuentes oscuras”. Él era un poeta más allá de la lengua y a pesar de la historia. Escribía en alemán, su lengua natal, aquella de los asesinos de sus padres, para un público lejano y del cual desconfiaba; su país se había evaporado; vivía en Francia y se sabía minusvalorado. Estaba fuera de lugar, a pesar de su encanto y amabilidad. Por ello, “su lengua fue su patria, frase que se dice tantas veces, pero nunca con tanto fundamento”, escribe Ortega, y su poesía, decimos sus lectores, un continente inclasificable e incandescente, de gran belleza, de profunda extrañeza, del horror del siglo y de su superación estética, ascensional, donde la casa del Ser es el lenguaje cargado de sentido a máxima posibilidad.
El salto debió ser un movimiento grácil que envolvió el cuerpo del poeta cuando llegó al agua y lo tragó. Su “asombrosa austeridad expresiva” ---determinante de la lírica poética que vendría después--- actuaba en ese acto determinado: muerte por agua como lenguaje, muerte por desasosiego histórico, muerte por terminar. Cuando Celan años atrás visitó a una amiga a la que nunca había visto pero con quien intercambió una profusa correspondencia, escribió en un poema: “Hablamos de lo que es demasiado/ y demasiado poco […]/ [de lo que] nosotros/ en verdad no sabemos, sabes,/ nosotros/ en verdad no sabemos/ lo que/ cuenta.”
A la muerte de Paul Celan, Henri Michaux dijo: “Se nos ha ido. Claro que podía escoger. El fin no será tan largo. A flor de agua, el cadáver tranquilo.” Bendito lugar común de la poesía: sólo hay que leerla. Efectivamente cubre, protege, multiplica. Efectivamente revela. “Vivimos bajo cielos sombríos y hay pocos seres humanos. Por eso probablemente haya tan pocos poemas. La esperanza que aún tengo no es grande; intento mantener lo que me ha quedado”, confió Celan a Hans Bender en una carta. También respondió una encuesta hecha por la Librería Flinker de París, y en ella afirmó: “Poesía: lo fatalmente único del lenguaje”.

Fernando Solana Olivares.

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