Friday, December 16, 2011

EL DESFIGURAMIENTO.

“No escuchamos a los otros porque nos escuchamos a nosotros mismos al escucharlos”. Dicha sentencia la externó un sujeto que provocaba en los demás emociones equidistantes, frecuentemente adversas y muy pocas veces no. Como aquella ocasión que llamó a su asistente una mañana y ella le comentó las menudas incidencias del día pero no le informó que iba a salir de la oficina. Cuando él llegó, ella no estaba. El hombre preguntó por esa demora después de hora y media de estar esperándola.
---Te lo dije cuando hablamos ---afirmó ella.
---¿Me lo dijiste? ---preguntó él, sorprendido.
---Bueno, no. Tú no dejaste que lo hiciera. Siempre tienes prisa ---respondió ella impertérrita. Como si se lo hubiera dicho.
Desfiguramiento: él supo que su asistente invertía los hechos y las funciones, que ignoraba las evidencias y los lugares, que cambiaba tontamente de lugar. Además mentía. Las cuatro acciones tóxicas eran sin sentido.
Alguna vez habló con su ex mujer sobre cierta suma de dinero obsequiada por él al hijo de ambos.
---Qué bueno ---dijo la señora al saberlo.
---Sí, le vendrá bien ---contestó él.
---No, qué bueno por ti ---repuso ella, una psicoanalista usuaria de crípticos términos autorreferenciales respecto a cualquier tema: edipismos, transferencias, contratransferencias, cuestiones así.
Desfiguramiento: él percibió que la mitógrafa freudiana con la que había procreado un vástago torcía la naturaleza del asunto, que en siete palabras condensaba neuróticamente su propia biografía psíquica, que proyectaba un sentimiento descompuesto y del todo ajeno a él. Además mentía. Las cuatro acciones tóxicas eran sin sentido.
Otros sucesos como esos lo llevaron a preguntarse el por qué de tal travestismo, de tal desfiguración, como si fuera inevitable el reflejo, el reflejante y el atractor del reflejo en prácticamente todos los intercambios humanos. Un día supo de una hipótesis probable para explicar dicha tendencia, y pensó que la misma podría extenderse hasta dilucidar por qué casi siempre nos escuchamos a nosotros al escuchar a los otros.
Paradójicamente, la idea provenía del Freud último en su ensayo Moisés y la religión monoteísta, aquel texto escandaloso para los judíos y demencial para los europeos, conocido por él en Derrida, un egipcio, de Peter Sloterdijk. Luego de proponer la inesperada tesis sobre la procedencia y condición egipcia de Moisés, liberador y legislador del pueblo judío y presuntamente partidario del monoteísmo del dios egipcio Atón, condición y procedencia indicadas por la circuncisión, la arrogancia religiosa y el rigor contra sí mismo, Freud escribió lo siguiente:
“Con la desfiguración de un texto pasa algo parecido a lo que ocurre con un asesinato: la dificultad no reside en perpetrar el hecho, sino en eliminar sus huellas. Habría que dar a la palabra Entstellung (‘desfiguración’, ‘dislocación’) el doble sentido a que tiene derecho, por más que hoy no se lo emplee. No sólo debiera significar ‘alterar en su manifestación’, sino, también, ‘poner en un lugar diverso’, ‘desplazar a otra parte’.”
Entonces fue cuando entendió lo que con él pasaba: por alguna razón, todavía ignorada y oscura, concitaba entre diversas personas no solamente la alteración de la manifestación sino también servía muy eficazmente para que los demás desplazaran a una parte inesperada, hacia él mismo en este caso, cuestiones emocionales y nudos sentimentalizados que no le correspondían. Sin duda él también debía hacerlo, pero dado que notaba tan acremente en los demás esa tendencia, la creía mucho menos activa en él.
Le ocurrió con una joven conocida a quien miró venir caminando hacia él cierto día. Ella, quien parecía ausente y adormilada, le espetó con voz metálica mientras hacía un mohín desencajado: “¿Por qué me ves así?” “¿Así cómo?”, preguntó él, sin lograr comprender a qué se refería la joven. “Así, como loco, con mirada desorbitada”, reclamó ella.
Desfiguramiento: la joven decidía ver lo que no había e inventaba un relato arbitrario para volver irreconocible la alteración y el infundado sobresalto ante aquella mirada imaginaria. Además mentía. Las dos acciones tóxicas eran sin sentido.
El hombre concluyó que ese imán negativo no le pertenecía a él sino a aquellos que lo sufrían, pues a fin de cuentas uno siempre es otro para los otros. O tal vez ni siquiera a los agraviados mismos sino a una matriz cultural milenaria que ha encubierto una ruptura y una desfiguración desconocidas pero ocultamente presentes: el drama teológico originario donde lo egipcio no será representado nunca ante verdaderos egipcios y en el cual, “luego de la intervención de Moisés, el Egipto mismo tendrá ‘lugar’, por así decirlo, en otro sitio”, según apuntaría lúcidamente Sloterdijk.
La conclusión del hombre, si puede usarse un término tan perentorio, derivó hacia otra certeza: a la fantología, aquella ciencia del acoso por el pasado no resuelto propuesta por Derrida para designar el secreto ancestral y que yace en uno de los orígenes culturales de la cultura judeocristiana. En suma, un juego de ocultamientos, de proyecciones, de cosas por descifrar.
Desde entonces se considera a sí mismo como un fantólogo y va por la vida sabiendo que él ya sabe lo que los demás todavía desconocen: detrás de la escena siempre hay otra escena, en medio del suceso hay otra significación. Un fantólogo prudente e inaccesible a los sinsabores que no hace de sus desencuentros humanos una circunstancia personal.

Fernando Solana Olivares.

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