Monday, March 05, 2012

EL AFÁN DE CADA DÍA.

La experiencia de Milosz tuvo alcances trágicos. Fue la pérdida no solamente de los dulces consuelos de lo cotidiano —esos gestos no razonados que están en el orden habitual, único accesible—, sino de aquello que para él, por su oficio expresivo, significaba un doble castigo: la desaparición de su lengua, el lituano, un instrumento singular e irremplazable con el que salía de sí para buscarse entre los otros. Horror tal vez, si cabe, mayor para un poeta que la misma pulverización geopolítica de su pequeño país a manos de la voracidad imperialista —ayer los normandos, después los rusos soviéticos—, cuyo saldo de todas maneras resultaba impagable porque ni el recuerdo ni la nostalgia restituyen del todo aquello que se les arrebata.

Veterano del horror moderno —desde el holocausto nazi hasta la ruptura en mil pedazos de las añejas tradiciones culturales y étnicas—, Milosz enfatizaba algo tan vigente entonces como lo está hoy en todo el planeta: la pesadilla de la historia contemporánea. “Compadezco —escribió— a los que de pronto descubren el tiempo histórico sin preparación, como un iletrado descubriría la química. Pero también compadezco a los que creen obedecer un llamado definitivo: la historicidad, que nos exige una constante renovación, (y que) no es para ellos más que bruma e ilusión”.

En Milosz no aparecen las cimas del escepticismo terminalista —la certeza del fin del mundo— o las adocenadas confianzas de la rutinaria inmovilidad —la convicción del mundo que sigue igual—. Surge en cambio un estoicismo inteligente y creativo, valientemente humano, que reconoce méritos en el desastre de un tiempo precipitado, distinto, el cual obliga a reconocer un interés superior a las divisiones entre lo individual y lo colectivo, a los estilos de las instituciones, a la estética de la política, a las añejas certidumbres del límite de las cosas y de nuestra propia importancia personal, nada más que alumnos para siempre de un curso preparatorio. “Sospecho que en esos países donde el individuo va de la infancia a la vejez, caminando sobre un fondo colectivo casi inmóvil, donde sus hábitos no son perturbados por trastornos sucesivos del orden social, se cae fácilmente en la melancolía de las cosas fijas y opacas”.

La esencia de lo trágico es la perentoria obligación de tener que sacrificar ciertos valores ante otros. Pero según Milosz, sólo al precio de una experiencia tan intensa es como aparecen bajo una nueva luz las antiguas verdades. Quizá tal reconocimiento nada más represente una racionalización de la dificultad y la carencia, de las pérdidas y su supuesto significado. Sin embargo, puede creerse que es un como si: la dramática intención humana que requiere dotar de coherencia el tiempo que nos ha sido dado para vivir.

¿Por qué tal tiempo? No lo sabremos sino hasta el final, cuando acaso la vida vivida revelará su sentido y la muerte se presentará como un tránsito o un portal. ¿Para qué tal tiempo? Milosz respondería que “durante las grandes catástrofes hay que esforzarse por vivir bien, única garantía de salvación. ¿En qué consiste esto? Consiste en no pecar contra la estructura del universo que es razonable”. Ese “pecar” significa forjarse quimeras sentimentales, confundir los valores efímeros con los valores absolutos —confundir el hecho con el valor— e impedir que nuestro pensamiento discierna entre los efectos circunstanciales y las causas originadoras.

La historia castiga a quienes la ignoran lo mismo que a quienes la convierten en todopoderosa deidad. Vivir bien es hacer de la adversidad una exigencia aceptada y así resistir. Desde los gnósticos cristianos hasta los Diggers del San Francisco hippie, desde Séneca hasta Iván Illich, se sabe que la auténtica libertad consiste en hacerse cargo de uno mismo. Una frase del Sermón de la Montaña (Mateo 6:34) condensa esta voluntad esencial: “Bástale a cada día su afán”. Así como el arte carece de fuerza expresiva cuando no se sumerge en las llamas del purgatorio creativo, el ser no se templa sino en la adversidad. De ahí que Milosz haya convertido la pérdida en ganancia, el dolor en canto lírico, el silenciamiento de su lengua en poesía universal.

Fernando Solana Olivares.

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