Saturday, March 15, 2014

LA CAJA DE MIRAMÓN.

Cuenta Concha Lombardo en sus Memorias (Porrúa) que días después del fusilamiento de su esposo, el general conservador Miguel Miramón, el confesor de éste, el canónigo Ladrón de Guevara, la encontró sentada a una mesa sobre la que ardía una lámpara delante del frasco que guardaba el corazón de su esposo, el cual quería llevarse con ella a Europa para tenerlo siempre a su lado. El hombre de la iglesia la hizo entrar en cordura y el corazón del general visto como traidor fue sepultado en la hacienda familiar de Cerro Prieto. Lo que Concha sí llevó consigo fue una caja de papeles, cartas y recuerdos, donde luego depositó los doce cuadernos manuscritos de sus Memorias concluidas en Barcelona, España, en 1917, 50 años después de la muerte de Miramón. Emmanuel Carballo menciona que encima de los papeles estaba una sentencia latina escrita por Concha y referida a aquél: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Las Memorias de Concha y las cartas del general, escribe Carballo citando a Felipe Teixidor, fueron compradas en Palermo por un hombre culto y adinerado, Francisco Cortina Portilla, a una nieta de Miramón anciana y enferma que difícilmente se mantenía de dar clases de español. El mecenas alivió las penurias de la anciana y a la vez rescató el trágico testimonio de la amorosa viuda del militar fusilado, uno de los antihéroes del drama histórico nacional. El sino político de Miramón fue la desconfianza. Tanto los conservadores, su propio partido, como sus enemigos liberales, tanto Maximiliano, emperador a quien ayudó a traer a México, como las cortes europeas que visitó para intentar decidirlas por la causa conservadora, todos ellos desconfiaron de él. Los liberales al servicio de la causa imperial convencieron al emperador francés para alejarlo del país en una absurda misión de estudios de artillería a Prusia. La policía francesa lo vigilaba durante la ocupación y los conservadores lo habían aislado del juego del poder. Decidió reclamarse neutral ante la invasión francesa y con ello hizo desconfiar otra vez a conservadores y liberales. Se le veía como un incondicional partidario eclesiástico, justo cuando Maximiliano peleaba con el alto clero nacional. Se conocían su inteligencia, su valor y su ambición sin límites, pero al hablar de él también se mencionaba su regular cultura. En ese sino trágico no es casual su adhesión tardía a la causa imperial y el fatal desenlace sufrido en el Cerro de las Campanas, junto a un soberano extranjero impuesto que nunca lo había estimado debidamente. Concha Lombardo comenta en sus Memorias la reprobable acción de Miramón al apropiarse de bonos nacionales depositados en la Legación inglesa, argumentando la total inexperiencia del mismo: “Mi esposo no fue un hombre político, ni lo podía ser; subió a la primera magistratura de su país a la edad de 27 años y los dos que gobernó los pasó en el campo de batalla”. Con la devorante velocidad de personajes homéricos, jóvenes guerreros que ganan la presidencia ahí en el campo de batalla, pero sin temple ni tiempo para la administración pública, obstáculos que se resolvían como los otros, con un carácter resuelto y con una legitimidad ganada en esas redes de hombres que son las batallas. El romanticismo mexicano, constructor de la identidad nacional y del patriotismo cívico, ya está en curso desde los inicios del México independiente. Y entre las cláusulas de exclusión promulgadas por ese movimiento políticamente liberal y nacionalista está el panteón de los héroes, aquellos que pelearon del lado ganador, y sus contrarios, quienes equivocaron el bando, pero ello no cancela la condición trágica de unos y otros, sólo acentúa el olvido o magnifica la memoria. Al conocerla, Miramón se dirigió a ella ---cuenta Concha en sus Memorias--- “como a país conquistado, y como si entre nosotros existiera un completo acuerdo”. Así fue, hasta que el destino segó la vida de él y aún después en el fiel y perseverante recuerdo de ella. Las crónicas de la época consignaron la digna y conmovedora petición de clemencia hecha por Concha con sus dos hijos de la mano al presidente Juárez, quien se dijo sufrió por no poder otorgarla. Esta historia quedará concluida cuando la vida de Concha Lombardo comience a ser contada de atrás para adelante, mediante la escena de una anciana enferma que habita en la pobreza. Posee pocas cosas, entre ellas una caja con viejos papeles olvidados. Alguien toca a la puerta. Fernando Solana Olivares.

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