Thursday, April 17, 2014

COMENZANDO ABRIL.

Una leyenda oriental cuenta de un personaje que envejeció cien años mientras escuchaba el canto de un pájaro. La vejez no le parecía bien a Leonardo da Vinci. En uno de sus apuntes lo dice: “envidiosa vejez que lo consume todo poco a poco con el duro colmillo en una muerte lenta”. El escucha del pájaro envejece de golpe y ello lo salva de esa consumante lentitud desfavorecida. Pero envejece. Durante sus primeros cinco años gozó de un estado de gracia, libertad y soledad en la franca naturaleza. Su madre fue una hermosa campesina llamada Caterina, seducida por Piero da Vinci, hijo del notario local. Viven entonces los dos, madre e hijo, en una pequeña casita de piedra que es establo y aprisco a la vez. Mientras ella atiende las labores agrícolas y de la casa lo deja solo en un rincón del huerto, rodeado de los juguetes numerosos, enigmáticos y atractivos de la naturaleza, como cuenta el biógrafo Marcel Brion. El pequeño niño se encuentra tan cómodo y confiado que no se asusta ni siquiera cuando un milano se posa a su lado y tomándolo por un animal desconocido le roza el rostro con las alas. Durante ese tiempo el único maestro de Leonardo será la naturaleza. Brion enumera las lecciones de las que derivarán las búsquedas, hallazgos y confirmaciones científicas posteriores: la marcha de los insectos en la hierba, el crecimiento de las plantas, los aleteos de los pájaros en el cielo, los juegos de luz entre las hojas de los árboles, las irisaciones de la neblina en el horizonte. Leonardo dirá más tarde a quien quiera oírlo que debe ir a tomar sus lecciones de la naturaleza. Así se encarna el genio. El conocimiento intelectual y la realización estética vendrán a continuación, cuando forzado por las convenciones sociales el padre le abre las puertas de la casa familiar y lo separa para siempre de la bella, sencilla y sabia Caterina, su amorosa madre, como la otra que ha tenido, su maestra la naturaleza, donde se le mostraron las epifanías, las revelaciones, la armonía esencial. Ha habido seres cuyo vínculo con la naturaleza sucede como una muy temprana comunión física y psíquica que expande la conciencia humana hasta niveles inusuales. “Cuanto más grande es un ser, más crece también su capacidad de sufrimiento”, escribió Leonardo en sus apuntes. No hay sentimentalismo al afirmarlo, sólo es una constatación circunstancial. Un crítico del pasado, Walter Pater, afirmó que La Gioconda, el retrato de Mona Lisa que Leonardo tuvo siempre consigo y no entregó a Ser Giocondo, esposo de la dama retratada y cliente de la obra, es la suma femenina de las fascinaciones sucesivas de los siglos: “el animalismo de Grecia, la sensualidad de Roma, el misticismo de la Edad Media con su ambición espiritual y su amor imaginario”. El crítico no lo escribe literalmente pero sí lo sugiere: estamos ante el retrato arquetípico de una diosa. Toda la creatividad estética e intelectual de Leonardo se funda, según él mismo lo dirá, en aquellas experiencias integrales de su primera infancia ofrecidas por el misterioso magisterio de la naturaleza, una entidad femenina cuya representación acaso esté contenida en el retrato de Mona Lisa colocada sonrientemente por encima de la ataraxia y la acción, no negando nada de lo que es la carne al tiempo que ella es todo espíritu. La última gran pintura religiosa que se haya pintado, opina Marcel Brion, no sólo por la voluntad genial de su creador sino por el sublime resultado. Existe un conocimiento despreocupado de la dicotomía significante-significado. Ahora se le llama conocimiento esotérico, pero en el tiempo de Leonardo era un método de interpretación abierto donde el imaginario colectivo aceptaba la existencia del alma del mundo, de los varios lenguajes de la naturaleza, de la imaginación fantástica, del deseo y la razón, que dialogaban entre sí para construir la realidad. “Yo pregunto…”, es el reiterado método de Leonardo para iniciar sus reflexiones científicas, quien dictó su testamento a un notario en el mes de abril de 1519, días antes de morir el dos de mayo. Su biógrafo anota que la frase “Continuaré”, escrita en sus apuntes, resulta equivalente a la de Goethe: “Ningún ser va a la nada”: una completa confianza de los dos en la inmortalidad del alma. Hay seres cuya genética es favorecida por los dioses, lo mismo que su destino. Consiguen más porque preguntan más, desmontando los espejismos. De ahí la enigmática sonrisa de la diosa Gioconda, libre de todo. Fernando Solana Olivares.

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