Tuesday, April 26, 2016

LOS EXTRAÑOS REINOS / I

Sólo Franz Kafka pudo percibirlo tan drásticamente luego de su quinta consideración acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero: “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”. En un pequeño texto que viene consignado entre sus obras completas, Kafka relata que Sancho Panza, sin nunca vanagloriarse de ello, compuso un gran número de cuentos de caballeros andantes y bandoleros. Esa minuciosa tarea, que siempre emprendió durante los atardeceres y por las noches, le permitió sacar de sí (“separar”, es la expresión exacta) a un demonio al cual llamó don Quijote. La separación fue tan profunda que éste se lanzó “incontenible” a insensatas y legendarias aventuras. Debido a razones como la falta de un objeto preestablecido y también por un sentido del compromiso, Sancho Panza siguió gozosamente a don Quijote en tales andanzas. Obtuvo así, informa el autor de La metamorfosis, “un grande y útil solaz hasta su muerte”, recordando sin duda y acaso escribiendo los lances de aquella parte de sí que a través de la escritura decidió materializarse por su cuenta. Llama la atención la naturaleza ontológicamente literaria del asunto. Sancho Panza escribe Don Quijote atribuyéndoselo a un tal Miguel de Cervantes Saavedra convertido en su narrador omnisciente, quien a su vez señalará como autor al árabe Cide Hamete Benengeli. Siglos después Jorge Luis Borges dirá que el autor parcial y concurrente de esas figuraciones que la historia universal de la literatura aprecia tanto no es otro que un escritor poco conocido en su obra subterránea, Pierre Menard. Al atemperar el enigma hermético y transitar por esta frontera inverosímil y fantástica, quizá exista otra hipótesis acaso más concluyente: el autor del libro es Alonso Quijano, cuyo retrato resulta literal y decididamente fiel: “un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Lo mismo su procedencia, así en ella surja el olvido inquietante al principio pero canónico al fin: un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse su autor, para hacer que todas las villas y lugares de la comarca “contendiesen entre sí por ahijársele y tenérselo por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. Julien Gracq no apreciaba el Quijote, tampoco Vladimir Nabokov. Miguel de Unamuno, por el contrario, llamó Nuestro Señor Don Quijote al héroe inmortal de Cervantes, y reconoció como necesario para esa devoción a su escudero Sancho Panza, criaturas de ficción inaudita y nunca vista, para cuyo entendimiento no podía remontarse a precedente alguno, como observa con agudeza la crítica inteligente al hablar de la invención literaria de tales caracteres arquetípicos, independientes del texto donde nacieron y similares en su condición significante a los legendarios personajes que provienen del pasado mitológico y de la memoria ancestral. “Mi fe en don Quijote ---escribió Unamuno--- me enseña que tal fue su íntimo sentimiento, y si no nos lo revela Cervantes es porque no estaba capacitado para penetrar en él. No por haber sido su evangelista hemos de suponer fuera quien más se adentró en su espíritu”. Así repite la repetida inepcia del “Cervantes, ingenio lego”, que aunque Unamuno convierta en una inteligente paradoja conserva, sin embargo, la vulgarizada tesis de la falta de penetración y genio de Cervantes, un autor supuestamente limitado e incapaz para advertir la complejidad trascendente de las criaturas literarias que engendraría (lo mismo vendría a decirse de Shakespeare, “falto de latín”, según los académicos de su tiempo, o de Rulfo, “ayudado” por terceros para componer la inagotable sinfonía poética de sus obras eternas). Oscuramente, afirma Francisco Ayala, a lo largo del tiempo se percibió un algo “descomunal, secreto, insondable”, que era ajeno a las incesantes figuras inventadas por la imaginación literaria, incluidas la del mismo Cervantes en el resto de su obra: un algo metafísico que convertía a don Quijote en un mito y lo dotaba de una riqueza espiritual cuasi sagrada, milagrosa, producto de una revelación a un alma simple, inocente, la cual había sido solamente un medio para realizar el cumplimiento de ese designio sublime, de un misterio superior e inescrutable ante la razón. Un inquietante episodio más del espíritu soplando donde quiera, esta vez en la literatura. De que el mundo es más extraño de lo que pensamos, más extraño de lo que podemos pensar. Fernando Solana Olivares

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