Wednesday, September 21, 2016

UNA PÁLIDA IDEA

Echando mano de los relatos de los amigos y discípulos del filósofo de Königsberg, Thomas de Quincey escribió Los últimos días de Kant. En él cuenta las costumbres del pensador, algunas adoptadas en sus años finales como invitar amigos a comer en casa siguiendo siempre la regla de lord Chesterfield: tres comensales como mínimo y nueve como máximo, un número de invitados que nunca debería ser menor al de las Gracias ni exceder al de las Musas. Afirman los testimonios que todas aquellas comidas estaban sazonadas con la facundia, la abundancia de palabras y facilidad verbal que lo caracterizaba, lo mismo que por su vivaz y atenta compañía. Una impaciente pero muy cortés hospitalidad que no toleraba ni silencios ni pausas en la conversación porque sin falta encontraba la manera de lograr con mucho tacto que los invitados platicaran de sus propios intereses. Y se hablaba de los sucesos periodísticos, de química, filosofía natural, historia, meteorología y sobre todo de política. La agudeza analítica del filósofo era legendaria: mostraba un conocimiento más autorizado y profundo que el de los políticos profesionales en temas de gobierno y sus causas determinantes. Después de comer, Kant salía a dar una larga caminata solitaria. Un ejercicio hecho todos los días con tal regularidad que los vecinos de la ciudad confirmaban la hora cuando el viejo profesor pasaba a la distancia saludando con una inclinación de cabeza. La soledad se debía a una necesaria catarsis mental del animado encuentro tenido instantes atrás y obedecía también a un motivo específico: Kant deseaba respirar durante esas caminatas exclusivamente por la nariz. Aunque daba una razón fisiológica para hacerlo, el verse libre de afecciones pulmonares, su práctica correspondía a la tradición reflexiva filosófica llamada peripatética, aquella en la cual sus miembros pensaban caminando. Y además, acaso sin saberlo o acaso sabiéndolo, Kant meditaba al realizar esa práctica, de ahí el requisito operativo de la respiración, para lograr atención y concentración al mismo tiempo e ir del pensador al pensamiento, del caminante a la caminata, del meditante a la meditación. Al llegar a su casa después del paseo se instalaba en su mesa de trabajo junto a la estufa hasta el crepúsculo. Tanto en invierno como en verano, mirando por la ventana la vieja torre de Loebnicht. No tenía una vista plena, pero la torre “descansaba en su mirada” como una presencia distante y sólo a medias revelada a la conciencia. Era suficiente para el bienestar del filósofo. Pero sucedió que en el jardín vecino crecieron unos álamos y taparon por completo la vista de la torre. Kant se tornó inquieto y desasosegado y acabó por ser incapaz de proseguir lo que los testimonios llaman sus meditaciones vespertinas. El dueño del jardín, admirador de Kant, podó los árboles en cuanto se enteró de la situación, la cual no le sería comunicada por el comedido y cortés filósofo sino por alguno cercano a él. Una ópera que nunca se hizo iba a basarse en dicho episodio: La torre de Kant y los álamos. Su autor se desconoce, pero se sabe que versaría alrededor de la vita activa del autor de la Crítica de la razón pura ---la caminata misma, sin duda, y en sentido general la abundante vida mental del profesor---, y la vita contemplativa ---la que psicosomáticamente tenía lugar durante la silenciosa caminata de respiración concentrada, con la interrupción voluntaria del diálogo interior. La tensión creativa entre las dos vías, acción y contemplación, es la que daría lugar al genio, a sus reflexiones escritas, a sus sistemáticos ejemplos vivenciales, a su percepción de los imperativos categóricos, expuesto todo esto musicalmente en la representación. Unos días antes de su muerte, viviendo la agonía preparatoria para el final, inesperadamente definió en latín su situación: “Listo para la batalla y equipado”. No volvió a dejar el lecho y murió diciendo dos palabras: “Basta ya”. Gente de toda condición, desde la más elevada hasta la más humilde, acudió a ver su cadáver. De Quincey dice que eso duró varias noches. Su funeral fue solemne y magnífico. Alguna vez un alcalde de Königsberg tuvo la pálida idea de poner a un doble del profesor a caminar a la hora que él acostumbraba. Tan atento y concentrado como entonces al ir pisando y repitiendo un mantra desagregante del diálogo interior: “arriba, adelante, abajo”, cada vez que avanzaba un pie. Parece haber sido un buen momento. Fernando Solana Olivares

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