Tuesday, April 26, 2016

LOS EXTRAÑOS REINOS / y II

Los procedimientos psicoanalíticos aplicados a la literatura asumen la idea de que la obra es una manifestación del inconsciente del autor y el texto es portador de un contenido manifiesto determinado por un contenido latente. Freud compara la creación poética con el sueño, el cual entiende como una actividad translingüística donde surgen contenidos cuya profundidad nace de la dimensión de los mitos y los símbolos colectivos. El “secreto” a develar mediante el análisis freudiano no es tanto el contenido que se oculta en la forma del sueño, sino el porqué de esta forma adoptada, el porqué de la formalización de su contenido: un Don Quijote, un Sancho Panza, un horizonte donde lo real se trastoca y convierte en extraordinario, donde los molinos de viento se convierten en gigantes y una bacía se lleva a modo de yelmo. Un mundo, como diría el mismo Don Quijote, donde el punto, la fineza del negocio, el toque del mismo “está en desatinar sin ocasión y dar entender a mi dama que si en seco hago esto ¿qué hiciera en mojado?” En esta supra conciencia, que no podría ser inconsciencia porque no proviene de los fondos inferiores del alma sino de sus ámbitos mayores, trascendentes, Miguel de Cervantes ha sido mucho más que un “ingenio lego”: ha sido un amanuense del espíritu. Y a nadie acude tal don sin que sepa cabalmente de él, sin poseerlo lúcidamente y merecerlo, así no conozca el porqué de su revelación ni el cómo de su alcance, eso que sucede en la escritura. Sin aceptar una categoría de lo inexplicable, el teórico Jacques Derrida impugna aquello que designa como “metafísica de la presencia”: el supuesto de que existe una significación eminente, estable y unitaria detrás del texto y de las palabras que lo construyen, de lo que en sus empeños mediatizantes llama signo. Desde su punto de vista, dicho supuesto promueve y reproduce un sistema jerárquico de valores a través de una oposición binaria: noche/día, presencia/ausencia, habla/escritura, masculino/femenino, la cual privilegia una significación frente a otra. Derrida argumenta que la deconstrucción de ese par de opuestos se da al invertirse la jerarquía que encierran. El elemento débil en la oposición binaria se coloca en el lugar del elemento dominante y así se altera la significación jerárquica original para que surjan en el texto nuevos sentidos. Según esta fórmula crítica, Sancho Panza debiera llevar la voz cantante en lugar de Don Quijote, o Dulcinea del Toboso dirigir el asedio cortés e imaginario del hidalgo y conducirlo a la tangibilidad áspera de lo real. O aun leer todo ello en clave de inversión deconstructiva y modificar el decir, el hacer, los primeros personajes por sus contrarios y a estos por los siguientes en círculos de reemplazo en constante movimiento. La inesperada modernidad del Quijote radica en una constante inversión de su jerarquía narrativa, en una oscilación de coincidencias opositoras donde el valor aparente se trastoca, sugiriendo una mutabilidad de sentidos proteicos, cambiantes, potencialmente manifiestos, según hablará Don Quijote del amor, por ejemplo: “Porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela y otras anda; con éste corre y con aquél va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos hiere y a otros mata; en un mismo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mismo punto acaba y concluye; por la mañana suele poner cerco a una fortaleza y a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista”. Borges observó que así como hay escritores que resisten cualquier análisis y otros refractarios a cualquier examen, hay los pocos como Cervantes que son misteriosos, pues más allá de sus deficiencias estilísticas (repeticiones, languideces, hiatos, errores de construcción, epítetos perjudiciales o propósitos contradictorios) son eficacísimos, poseen un poderoso encantamiento, “aunque no sepamos por qué”. Misterio. Una metafísica de la presencia narrativa o un campo semántico inagotable como la imaginación, la melodía, el espíritu, la rosa, el crepúsculo, el azar, la divinidad: todo lo que existe sin necesitar una razón. Apenas cuatrocientos años de la muerte de Cervantes, ese hombre “comprensivo, indulgente, irónico y sin hiel”, se condensan en una obra que refuta la impermanencia, la insustancialidad, lo insatisfactorio, que no es maestra de lo efímero sino de lo permanente inexplicable, de aquello que siempre se atreverá a ser. Como esto: eso que no sabemos qué es. Fernando Solana Olivares

LOS EXTRAÑOS REINOS / I

Sólo Franz Kafka pudo percibirlo tan drásticamente luego de su quinta consideración acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero: “A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar”. En un pequeño texto que viene consignado entre sus obras completas, Kafka relata que Sancho Panza, sin nunca vanagloriarse de ello, compuso un gran número de cuentos de caballeros andantes y bandoleros. Esa minuciosa tarea, que siempre emprendió durante los atardeceres y por las noches, le permitió sacar de sí (“separar”, es la expresión exacta) a un demonio al cual llamó don Quijote. La separación fue tan profunda que éste se lanzó “incontenible” a insensatas y legendarias aventuras. Debido a razones como la falta de un objeto preestablecido y también por un sentido del compromiso, Sancho Panza siguió gozosamente a don Quijote en tales andanzas. Obtuvo así, informa el autor de La metamorfosis, “un grande y útil solaz hasta su muerte”, recordando sin duda y acaso escribiendo los lances de aquella parte de sí que a través de la escritura decidió materializarse por su cuenta. Llama la atención la naturaleza ontológicamente literaria del asunto. Sancho Panza escribe Don Quijote atribuyéndoselo a un tal Miguel de Cervantes Saavedra convertido en su narrador omnisciente, quien a su vez señalará como autor al árabe Cide Hamete Benengeli. Siglos después Jorge Luis Borges dirá que el autor parcial y concurrente de esas figuraciones que la historia universal de la literatura aprecia tanto no es otro que un escritor poco conocido en su obra subterránea, Pierre Menard. Al atemperar el enigma hermético y transitar por esta frontera inverosímil y fantástica, quizá exista otra hipótesis acaso más concluyente: el autor del libro es Alonso Quijano, cuyo retrato resulta literal y decididamente fiel: “un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Lo mismo su procedencia, así en ella surja el olvido inquietante al principio pero canónico al fin: un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiere acordarse su autor, para hacer que todas las villas y lugares de la comarca “contendiesen entre sí por ahijársele y tenérselo por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. Julien Gracq no apreciaba el Quijote, tampoco Vladimir Nabokov. Miguel de Unamuno, por el contrario, llamó Nuestro Señor Don Quijote al héroe inmortal de Cervantes, y reconoció como necesario para esa devoción a su escudero Sancho Panza, criaturas de ficción inaudita y nunca vista, para cuyo entendimiento no podía remontarse a precedente alguno, como observa con agudeza la crítica inteligente al hablar de la invención literaria de tales caracteres arquetípicos, independientes del texto donde nacieron y similares en su condición significante a los legendarios personajes que provienen del pasado mitológico y de la memoria ancestral. “Mi fe en don Quijote ---escribió Unamuno--- me enseña que tal fue su íntimo sentimiento, y si no nos lo revela Cervantes es porque no estaba capacitado para penetrar en él. No por haber sido su evangelista hemos de suponer fuera quien más se adentró en su espíritu”. Así repite la repetida inepcia del “Cervantes, ingenio lego”, que aunque Unamuno convierta en una inteligente paradoja conserva, sin embargo, la vulgarizada tesis de la falta de penetración y genio de Cervantes, un autor supuestamente limitado e incapaz para advertir la complejidad trascendente de las criaturas literarias que engendraría (lo mismo vendría a decirse de Shakespeare, “falto de latín”, según los académicos de su tiempo, o de Rulfo, “ayudado” por terceros para componer la inagotable sinfonía poética de sus obras eternas). Oscuramente, afirma Francisco Ayala, a lo largo del tiempo se percibió un algo “descomunal, secreto, insondable”, que era ajeno a las incesantes figuras inventadas por la imaginación literaria, incluidas la del mismo Cervantes en el resto de su obra: un algo metafísico que convertía a don Quijote en un mito y lo dotaba de una riqueza espiritual cuasi sagrada, milagrosa, producto de una revelación a un alma simple, inocente, la cual había sido solamente un medio para realizar el cumplimiento de ese designio sublime, de un misterio superior e inescrutable ante la razón. Un inquietante episodio más del espíritu soplando donde quiera, esta vez en la literatura. De que el mundo es más extraño de lo que pensamos, más extraño de lo que podemos pensar. Fernando Solana Olivares

ESTAMPAS Y EVOCACIONES

Juega la luz con las aguas del Báltico. Un sonido rasga el velo de la noche. Es la sirena, aquella doble y tenebrosa que alza su lamento al cantar. Nace el sol para que la gaviota despierte y tira su anzuelo el pescador. Sus párpados están cosidos con hilos de plata, su pecho extiende la ilusión. Amanece en Estocolmo. *** El canciller Solana entra a la Sala de Prensa en Amsterdam y ofrece al grupo de reporteros hacer comentarios sobre Europa y Suecia, un país que la gira presidencial apenas ayer dejó atrás. Propone platicar en confianza ---“fuera de registro”, dice, en un correcto español que desecha el anglicismo---, y articula una espaciosa y pormenorizada lección sobre política económica global. Su mente es veloz y precisa, metódica y sistemática. Todo lo contesta, no escabulle nada, y nunca pierde el control. Suavemente impone los términos de lo que quiere trasmitir así como impuso, sin dejarlo ver, esa misma plática “informal”. Se muestra como un maestro de la comunicación cuyo guante de seda deja convencidos a todos: caballerosa e inteligente diplomacia superior. *** Tuvimos que esperar un rato en la antesala de la Secretaría General de la UNAM. Nuestra tía Amalia Solana se ha empeñado en llevarnos a verlo. Cuando nos recibe a mi hermano mayor y a mí, ella nos presenta: estos jóvenes son tus parientes y los traigo para que le des una beca al menor, que acaba de entrar a la preparatoria. Su aguda mirada me observa, luego sonríe y dice que ya sabe de mi ingreso: revisé los nombres, comenta, y vi el tuyo. Pero no puedo darte una beca, tocayo, justo porque nos llamamos igual. Me ofrece en cambio que vaya a su oficina durante unas horas al día para encargarme de algunas labores. Mi precipitada adolescencia desdeña la oferta y no he de volver. Lo ignoro entonces, pero en él ya está presente ese digno aliento universitario del 68 que desde una fotografía icónica al lado del rector Barros Sierra lo acompañará mientras viva. *** El guante de seda mostrará su puño de hierro cuando presencie la áspera discusión que Solana, del otro lado del teléfono, tiene con un subdirector de La Jornada acerca del destino de ciertos certificados de deuda emitidos por Banamex, institución que dirige. Refuta una tras otra las inflamadas críticas que el periodista le hace. El banquero gana la discusión sin amilanarse. La mirada de furia que me dirige el subdirector cuando cuelga el teléfono así lo confirma: un gaje biográfico más de la homonimia. *** “Diles que sí, no se los aclares”, le contesta Solana, pícaro y seductor, a mi hermosa mujer cuando ella comenta que algunos creen que es su esposa. Mi risa sólo es una declaración victoriosa esa noche durante una inauguración. Sensación que no tendré cuando me encuentre a una ex compañera suya recién separada y todavía dolida, la cual piensa quién sabe en qué fantasías despechadas que temo me involucren. Comprendo a ese sagaz prohombre tan enamorado, pues el corazón tiene razones que la sagacidad ignora. *** Si el hombre es un ser que puede comportarse consigo mismo, el político, y más aún el diplomático, lo sabe hacer con los otros sobre todo. De ahí que resulte infrecuente esta descarnada franqueza durante una comida en su casa de Río Guadalquivir. A la mesa estamos Solana, otro pariente y yo. Ha dejado la cancillería defenestrado por la súbita descomposición del régimen salinista que colocó en su sitio a un incontrolable e intrigante Manuel Camacho. Su disección política es lapidaria y su pronóstico también. “Esto queda sólo entre nosotros, ¿eh?” Una desconfianza lógica. Siempre ha sido dueño de lo que calla y ahora no quiere ser deudor de lo que dice. Los confidentes no tuvieron memoria: lo dicho nunca salió de allí. *** “¿Tú eres Solana el bueno o Solana el malo?” Contesté a ese político insuflado que yo era el malo. No sólo era una forma de valorar positivamente a Fernando Solana Morales y desairar al cretino, sino una convicción que con el tiempo crece. Proteico y múltiple, lúcido y riguroso, cumplió el complejo papel que le asignó el destino en este teatro de la existencia. Por su vida hablarán sus actos: serán suficientes para afirmar que fue plena. Vivió con los ojos abiertos, entró a la muerte así. Fernando Solana Olivares

Wednesday, April 06, 2016

CUERPO MONASTERIO

“Cuando hice de mi cuerpo mi propio monasterio, abandoné el monasterio de la ciudad”. Estas líneas fueron escritas por Milarepa, el mago, poeta, ermitaño y sabio iluminado que nació en el Tíbet en 1040 y llevó la ascesis del renunciante y el esplendor del cuerpo hasta la vida simple de la cotidianidad. “Vivo en mi propio templo, en mi cuerpo”. La frase apenas audible la dijo Elena Gouliakova, una rusa extraviada en Monterrey que hace años llegó al país como maestra de patinaje en hielo y ahora vaga por las calles, duerme en cajeros automáticos, mendiga un cigarro donde puede y desconfía de su entrevistador. “Tú no podrás ser mejor que tu época ---pero, cuando mucho, serás tu época”, sentenció Hegel en uno de sus poemas de juventud. Si tal imperativo categórico es cierto, entonces en estos tiempos uno resulta ser esencialmente un cuerpo, porque hoy el ego es un ego corporal: la época radica en el cuerpo. “Los ancianos son asesinados. Las jóvenes son violadas. Y a los varones fuertes se les dan martillos, machetes y palos y se les obliga a luchar a muerte entre sí”, contó el operario de un cártel mexicano a la reportera Diane Schiller. La encarnizada semiótica del narco representa un código atroz cuya horrible grafía queda expuesta en los mancillados cuerpos de sus víctimas y enemigos. “Esencial: seguir el cuerpo y utilizarlo como guía. Es la gran razón”, consignó Nietzsche, el sagrado bailarín anticristiano que sentía una mayor agilidad muscular cuando su fuerza creadora fluía de manera más abundante. Aquel que aconsejaba dejar fuera del asunto el alma cuando su cuerpo estaba entusiasmado. Si toda persona, como afirmaba Montaigne, “lleva en sí, por entero, la condición de toda la humanidad”, entonces el cuerpo suma todos los cuerpos y todos hemos sido alguna vez Iskander derrumbando en India un elefante, la Sulamita pisando con pies de fuego aquella agua clara que esparció su amante o el torturado inerme ante el verdugo cruel. “Recuerda, cuerpo”, cantó el poeta Cavafis, para enfatizar que cualquier memoria del placer y del dolor representa un acto somático, como también lo supo Proust al iniciar su búsqueda del tiempo perdido con el cuerpo, a través del sabor de una magdalena y del aroma de una taza de té. Todas las religiones ofrecen un camino horizontal y al mismo tiempo otro cuya experiencia discontinua, visionaria y extática Erwin Goodenough denomina “camino vertical”. Involucra un proceso de ascensión síquica donde mediante ciertas disciplinas “el alma individual puede ascender al cielo” y el cuerpo queda atrás como un muñeco de trapo temporalmente abandonado. “Uno primero es irresistible, luego resistible, después horrible, a continuación invisible y al final se vuelve un lindo viejito”, ironiza Leonard Cohen para ilustrar la metamorfosis del cuerpo y su condición cosificada en estos días cuando predomina la mercadológica juvenilia, la patológica y patética compulsión doriangreyesca por parecer siempre joven ante los demás. El cuerpo es la cárcel del alma, aseguró un idealismo platónico debido al cual la doctrina eclesial cristiana lo condenaría durante siglos como sucio asiento del pecado hasta que el materialismo lo elevara a una narcisista divinización. En lugar de este costoso error cultural, Morris Berman propone “una nueva calidad, un nuevo cuerpo, una nueva historia y una nueva creatividad compartida por todos”, única posibilidad de salvación. Foucault denunció el “biopoder” del Estado moderno como un control autoritario de la política democrática sobre el cuerpo y la biología de los ciudadanos. Iván Illich habló de la “Némesis médica” como la venganza de la ciencia que medio mata a la gente en vida y afirma que su interés es la curación cuando está en la enfermedad. Fue Nietzsche quien supo advertir el advenimiento histórico de la divinidad atroz y la llamó Diosa de la salud. “El santo olor de la panadería”, escribió López Velarde en líneas imborrables. “Hay perfumes que en toda materia suelen hallar lo poroso: diríase que filtran el cristal”, dijo Baudelaire. Los dos versos involucran al cuerpo, ese templo del alma reverenciado como un noble vehículo por el pensamiento oriental. No como un fin en sí mismo, según propone la ignorancia occidental, sino como un medio para vivir a plenitud, en el dolor donde nos hacemos o en el placer donde nos gastamos, el misterioso milagro de la existencia. La unidad es doble: cuerpo/mente para entender. Fernando Solana Olivares

APUNTES DESAFLIGIDOS

Acerca del demiurgo. Quizá el error epistemológico que contiene la figura de Jehová o Yahvé, un dios judío absorbido por el cristianismo en su condición de macho cabrío y colérico que guía autoritariamente al rebaño, quede aminorado y aun disuelto por el sacrificio humano de Jesucristo, ese ser intersticial, transitorio y simbólico que desde su aparición no deja de extraviarse en el laberinto de la interpretación teológica. Harold Bloom sugiere que Jesús, Jesucristo y Yahvé son tres personajes disociados. Éste último se declara a sí mismo incognoscible, Jesucristo queda sepultado por la “descomunal superestructura” de las tantas exégesis sobre su existencia, y Jesús, Jeshúa de Nazaret, semeja un espejo cóncavo que refleja distorsionados a todos quienes se asoman en él. Dos elementos, sin embargo, humanizan a la frenética deidad moralista hebrea ---cuyo errático carácter hace recordar un críptico aforismo de Heráclito: “El tiempo es un niño que juega a los dados; el señor es el niño”---: primero el sacrificio mismo de Cristo, con su negatividad y dolor necesarios, y después el soporte donde ocurre, aquella cruz, el recordatorio icónico de una función humana perdida, la de establecer una mediación entre arriba y abajo, entre derecha e izquierda. A partir de ese día la noción de Dios radicará en la intramundanidad. Creador ausente. El enigmático Yahvé contesta “Yo soy el que soy” a la pregunta de Moisés sobre su nombre, un decir que Harold Bloom explica como “Yo estaré presente allí donde y cuando yo esté presente”. La terrible ironía implícita en la respuesta (Kierkegaard llama a la ironía una “comunicación indirecta”) es que lo opuesto también queda implícito: “Y estaré ausente allí donde y cuando esté ausente”. Eso incluye, anota Bloom, las tres destrucciones del Templo, el holocausto judío y el Gólgota, y también las inagotables atrocidades de la historia, inimputables entonces a la divinidad no omnipresente. Pero el Señor del Antiguo Testamento resulta un gobernante hiperactivo que gobierna de manera personal y directa, es el Rey de Israel, un actor eminentemente político, y su teología es la de un dios en la historia. Si esto es cierto, su ausencia episódica significa una indiferencia cruel para con sus criaturas o hasta una crueldad intencional. Otra curación de ese amargo dios en la historia es la que vendría a representar el Nuevo Testamento, donde no puede encontrarse ningún rastro, como señala Karl Löwith, de una teología de la historia. La narrativa cristiana excluye al Dios Hijo de la coyuntura específica. Sólo así puede volverlo admisible. Las conquistas bienaventuradas. El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto, dijo alguna vez Karl Marx. En cambio, Henri Corbin, insólito estudioso del misticismo islámico, habló de un intermundo ubicado en el punto superior del tiempo y en el grado más bajo de la eternidad. Los sabios sufíes lo llaman Hurqalya, un lugar de paso donde el alma se ve a sí misma y consigo misma, totalmente en paz. Es aquella zona de la conciencia entendida como el yo más profundo o alma interior que no requiere de intermediarios. El Jesús del Evangelio gnóstico de Tomás la anuncia: “El reino está dentro de ti y fuera de ti”. No vemos ese reino aunque se extiende sobre la tierra. Y el renacer no será una repetición del nacimiento físico, como argumenta un hermetista, sino la irrupción en un nuevo plano existencial anteriormente desconocido, e incluso insospechado, pero asequible en potencia. Un cambio radical de interpretación, una esfera inédita de perspectiva, una trascendente ontología de la mutabilidad. Un siniestro guardián. Lawrence Durrel escribe que los hombres hemos caído en una trampa donde impera la indiferencia y de nada sirve la bondad. Si alguna vez hubo quien nos cuidara ocupándose de nosotros, interesado en nuestro destino y el del mundo, hoy ha sido reemplazado por alguien “que se regocija en nuestra servidumbre a la materia y a las partes más viles de nuestra naturaleza.” El mundo se ha invertido y el infierno está en la tierra, ese inferus privatio que el Medioevo observó. El Calvario. Este viernes a las tres de la tarde Cristo morirá en la cruz. Clamará a su padre por el abandono y el mundo percibirá horrorizado que ha matado a Dios. Los gnósticos sabrán que fue el engaño de un drama cósmico con un doble, mediante la magia de una proyección. Jeshúa de Nazaret, tan desamparado como cualquiera, viajará hasta Cachemira, donde morirá siendo un anciano muchos años después. Fernando Solana Olivares

EL UNO EN EL OTRO.

Repitamos el tópico: una democracia sin demócratas. Parece una mera simplificación evasiva establecer una analogía entre Hitler y Donald Trump. La misma circunstancia de que la similitud haya sido expuesta por la retrasada y poco creíble voz denunciatoria de Peña Nieto contamina la comparación. Pero es mucho más consistente de lo que el mecánico discurso presidencial permitiría suponer. Guardando desde luego las distancias críticas entre una tragedia histórica y quizá, sólo quizá, esta comedia electoral estadounidense potencialmente tan peligrosa como lo fue aquella todavía inexplicable aberración sociopolítica alemana, la cual sólo resultó derrotada por un error táctico que ahora, según autores como Graziano y Wallerstein, el capitalismo terminal está a punto de enmendar mediante un fascismo democrático que dividiría al planeta entre una élite del 20 % y una mayoría del 80 % dominada por la primera. Diversos analistas coinciden en que la inesperada irrupción electoral del multimillonario populista de derecha Donald Trump, lo mismo que la del proclamado “socialista democrático” Bernie Sanders, obedecen a un desencanto popular generalizado con los partidos políticos y a un cuestionamiento radical, a un rechazo del ciclo ideológico y económico neoliberal de más de tres décadas iniciado con la elección de Ronald Reagan en las elecciones de 1980 y mantenido hasta ahora por republicanos y demócratas sin diferencia alguna. Pero aunque el origen de estos dos inesperados candidatos “insurgentes” sea el mismo, sus discursos y perspectivas son sustancialmente distintas. Sanders denuncia el abandono crónico de los salarios e intereses de la clase trabajadora, el racismo institucionalizado y la brutal e injusta disparidad económica. Su agenda política puede resumirse como liberal progresista y está fincada en la recuperación de la igualdad social. Tal impulso establece, como diría el economista Thomas Piketty, un esperanzador y refrescante alejamiento de las oscuras e interesadas profecías neoliberales sobre el fin de la historia. La retórica de Trump, en cambio, es una política del odio racial y religioso, de la misoginia y el desprecio a los otros, de la ignorancia y el aldeanismo supremacista, con la que promete una resurrección de la “grandeza” estadounidense, sea esto lo que ominosamente sea. “Del tronco torcido de la humanidad ---escribió Kant--- nada derecho fue jamás hecho”. Y Trump no es un producto endógeno o ajeno al “imperio yermo” norteamericano, como llama Morris Berman a la decadencia crepuscular de la cultura consumista y corporativa hasta hoy mediática, militar e ideológicamente hegemónica, con su globalización, su tecnología cibernética y su deconstrucción (o destrucción) cultural impuestas. No es una excepción en un país “que ha perdido sus amarras”. Y no es tampoco alguien a quien debiera aplicarse la equivocada sentencia histórica de Karl Tucholsky sobre Hitler: “Ese hombre no existe; no es más que el ruido que provoca”. Trump es los Estados Unidos, así pierda la nominación republicana o aun la elección presidencial. En su última alocución radiofónica del 30 de enero de 1945 Hitler se calificó a sí mismo como un hombre “que sólo supo hacer una cosa: golpear, golpear y golpear”. Llama tanto la atención que un gran número de observadores encuentren en Trump una intencionalidad, un instinto o hasta una sensible sagacidad para traducir el estado de ánimo de los crecientes auditorios que convoca y se le entregan, como si la estupidización de la opinión pública norteamericana no fuera la causa misma del efecto que su estridente demagogia representa. Igual que Hitler fue descrito, Trump es el típico hombre semiculto que pretende saberlo todo sin saber realmente nada y propala medias verdades y seudoconocimientos concluyentes ante públicos acríticos e ignorantes, dispuestos de antemano a ser convencidos. En medio de tantas contradicciones (otra igual de hitleriana: pretender subordinar lo general a la autobiografía propia), Trump representa, paradójicamente, la cultura de la víctima y la pasión enferma del resentimiento: los otros ---mexicanos, musulmanes, demócratas--- son los culpables de nuestra circunstancia. Nunca hubo ninguna verdadera sanación pública, ninguna renovación o metamorfosis colectivas al desplazar el reconocimiento crítico de lo que ocurre para situarlo en otro lugar. Los chivos expiatorios sólo sirven como distracción efímera. Y la historia continúa estando ahí. Fernando Solana Olivares

DEGRADACIÓN Y LENGUAJE.

George Steiner recuerda en su hermoso ensayo “Mito y lenguaje” que antes de que lo hiciera George Orwell, ya el pensador monárquico y tradicionalista del siglo dieciocho Joseph de Maistre había advertido que “toda degradación individual o nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional en el leguaje”. Una tesis parecida está en Antonio Gramsci, para quien la hegemonía de un sistema ---esa captura del pensamiento, el corazón y la voluntad de las personas--- se va imponiendo también a través de las transformaciones del lenguaje. La leyenda cuenta que Confucio aconsejó al Emperador Amarillo la “rectificación de los nombres” como una primera y esencial acción política para lograr la coincidencia de las cosas con las cualidades que sus nombres les asignan, buscando establecer así una relación básica de congruencia entre el estado del lenguaje y la salud del cuerpo público y social. Entre las tres o cuatro grandes antiutopías literarias del siglo veinte (Nosotros de Yevgeni Zamiatin, Un mundo feliz de Aldous Huxley, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury), producto del pesimismo histórico, o del realismo lúcido, más bien, es la novela 1984 de Georges Orwell la que se concentra en la corrupción del lenguaje y su contradicción flagrante con la retórica del poder. En Oceanía, aquel mundo imaginado por el autor, existe una neolengua, un neodecir cuyos significantes cínicos y vacíos no se corresponden con los significados de lo realmente existente. Sus palabras talismánicas: newspeak (neolengua), reality control (control de la realidad) y doublethink (doblepensar) parecen haber pasado acríticamente tanto al lenguaje político cotidiano de nuestros días como a la resignada e indiferente aceptación colectiva de tan siniestra realidad. Como si todos nos hubiéramos convertido en Winston Smith, el protagonista de 1984: conocemos el proceso de fingimiento y manipulación al que nos someten pero el régimen océanico sigue saliéndose con la suya y nosotros aceptándolo. La neolengua elimina el complejo de las ideas y sus conceptos integrales en el lenguaje para ser neutralizados y sustituidos por una simplificación, una enajenante reducción. Es un lenguaje descuidado, intencionalmente inexacto y deliberadamente empobrecido que inhibe el pensamiento crítico y convierte a la gente en víctima inerme de los manipuladores del poder. Las palabras no son cosas y gran parte del lenguaje con que nos enfrentamos no trasmite ningún contenido sino meras abstracciones sin valor. De ahí que los eufemismos de la fraseología política sean necesarios, escribió Orwell, “para nombrar cosas sin evocar imágenes mentales de ellas”. El doblepensar consiste en un saber y no saber simultáneos, en ser consciente de la verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, en sostener dos opiniones contradictorias pero creyendo en ambas, en emplear la lógica contra la lógica, en olvidar cuanto sea necesario y no obstante recurrir a ello y luego olvidarlo de nuevo. Y sobre todo en aplicar el mismo procedimiento al procedimiento mismo como “la más refinada sutileza del sistema”: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se ha realizado un acto de autosugestión. Comprender entonces la palabra doblepensar implica el uso del doblepensar. Lo conozcan o no directamente, los funcionarios del gobierno mexicano actual (y también los del pasado) han sido entrenados en ese doblepensar que les permite mentir sistemáticamente y envilecer, corrompiéndolo, al lenguaje. No se explica de otra manera la obscena descalificación de la Secretaría de Gobernación al lapidario informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos donde se documenta la grave crisis de violencia y seguridad que afecta radicalmente los derechos humanos en México: “una y otra vez en todo el país ---señala dicho documento---, la CIDH escuchó de las víctimas que la procuración de justicia es una ‘simulación’.” El gobierno afirma que no se vive una crisis de la legalidad y que el informe “parte de premisas y diagnósticos erróneos que no se comparten”. Así, el lenguaje juega un papel decisivo para controlar la realidad. No hay decenas de miles de desapariciones ni existe una justicia irremediablemente corrupta y venal ni una impunidad crónica. Nada de eso. Sólo las “verdades históricas” que difunde la neolengua del doblepensar: “Mover a México”. Fernando Solana Olivares