Friday, December 01, 2017

LA ÚLTIMA FRONTERA

La primera regla de la salud mental según Federico Nietzsche es curarse del resentimiento. Quizá esto lo pensó al comentar el conflicto entre Voltaire y Rouseau. Uno elitista y otro plebeyo, uno arrogantemente sereno ---aun siendo capaz de cóleras literarias y furias jupiterinas--- y el otro envidioso, revolucionario y resentido. Uno rico y el otro pobre. De este conflicto entre dos visiones que tiempo después se harán vida concreta en nuestra sociedad planetaria de oprimidos y opresores, un brillante ensayista hindú, Panjak Mishra, escribe La edad de la ira. Una historia del presente (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017). Las líneas de fuerza del libro son las tendencias “intelectuales y emocionales” de la época: los orígenes del resentimiento, la destrucción y el miedo vigentes por estos días, contados a la manera de un fresco que abarca desde los francotiradores norteamericanos hasta el Estado Islámico y Donald Trump, y proviene de los jóvenes airados del siglo diecinueve que dieron lugar al nacionalismo alemán, lo mismo que de los revolucionarios mesiánicos rusos, los chovinistas italianos y los anarquistas europeos. Mishra cita a Hannah Arendt para precisarlo, y recuerda aquella advertencia de la pensadora: que surgiría un “tremendo incremento del odio mutuo y una irritabilidad en cierto modo universal de todos contra todos los demás”. Un resentimiento que supone un rencor generalizado contra los otros, cuyo origen es una densa mezcla de envidia, humillación e impotencia. Tal emoción, que envenena a la sociedad civil y afecta la libertad política, ha sido causa de “un giro global hacia el autoritarismo y sus formas tóxicas de chauvinismo”, que apenas comienza a mostrar su inesperada proliferación. La crudeza de La edad de la ira cuenta la historia de masas condenadas al éxodo y estafadas brutalmente por las élites, que responden contra ellas a escala planetaria mediante arranques populistas y brutalidad rencorosa. Una rabia (“una guerra civil global”) que ahora, como afirma Mishra, las élites contemplan con abrumada perplejidad. No es posible ya, con la victoria de Donald Trump, “negar o disimular el enorme abismo, que Rousseau fue el primero en explorar, entre una élite que se apropia de los frutos más selectos de la modernidad y desdeña las viejas verdades”. Las masas, desarraigadas y al margen de estos frutos selectos, “se entregan al supremacismo cultural, al populismo y a una brutalidad rencorosa”, retrocesos históricos todos ellos que ejemplifican la irreparable fractura posmoderna con los postulados racionales de la Ilustración y sus paradigmas revolucionarios, e incluso liberales, de libertad, igualdad y fraternidad como ideales comunes y principios guía de las sociedades modernas. La democratización del deseo y en consecuencia de la frustración, el principio del placer como razón dominante, la sustitución del ciudadano por el consumidor, la insaciabilidad de la producción en serie, la realidad mediáticamente construida con mentiras y engaños masivos, las aspiraciones miméticas de los oprimidos con el modo de vida de sus opresores, el feroz individualismo anglosajón exacerbado por las tecnologías digitales, son algunas razones de lo antes impensable que ahora sucede con crónica ansiedad: un nihilismo rampante, atmosférico y hegemonizado. En una entrevista posterior a la aparición de su lúcido e indispensable ensayo, Mishra ha señalado que el sistema político, económico y social instaurado después de la II Guerra Mundial ha saltado por los aires: “Hemos ingresado en una época de tremenda inestabilidad. ¡Pero si tenemos un troll de Twitter en la Casa Blanca, que además tiene acceso a las armas nucleares y carece de escrúpulos morales! Cualquier cosa puede pasar”. Ante ello, la única sabiduría posible es la de la incertidumbre. Para este pensador hindú, que escribe desde una perspectiva “no occidental”, profundamente erudita y determinada por fuentes y alusiones literarias, es necesario asumir el pensamiento apocalíptico y cobrar conciencia de que las circunstancias predominantes nos conducen “inexorablemente al final”. De ahí que no proponga soluciones que no tiene, salvo beber la amarga y ácida copa del reconocimiento sobre el estado de las cosas para dar lugar a un pensamiento transformador. Ya advirtió René Guénon que todo fin de un mundo es el fin de una ilusión. Será indispensable no ilusionarse en demasía para no desilusionarse más. Fernando Solana Olivares

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