Friday, February 09, 2018

ARTE MORAL, ARTE INMORAL / y II.

Los aires de vindicación ante el acoso sexual que con toda justicia estremecen hoy a la comunidad fílmica estadounidense, confunden categorías estéticas con categorías morales cuando censuran una obra fílmica por la participación en ella de algún delincuente sexual, presunto o confeso. Ese desplazamiento que juzga de la misma manera fenómenos que corresponden a órdenes distintos es un autoritarismo intelectual, o un macartismo sexual, como dice la sabia poeta Carmen Castellote (“espero que las feministas no me fusilen”, escribe). ¿Deben suprimirse entonces todas las películas de Woody Allen, todas las producciones de Harvey Weinstein, todas las participaciones en pantalla de Kevin Spacey o de tantos otros? ¿Deben quemarse las obras de todos, además de ser quemados ellos mismos como ha ocurrido ya? ¿O debe hacerse una criba purificadora y decidir cuáles sí son arte degenerado y cuáles no? En un manifiesto reciente cien mujeres francesas de la cultura han levantado una tribuna contra el “puritanismo” del movimiento #MeToo, el cual temen abra paso a una restauración de la moral victoriana en clave posmoderna. En esa tribuna la escritora Catherine Millet defiende lo que llama “la libertad de importunar”, una herencia cultural de la revolución sexual. No justifica las violaciones ni el ejercicio del poder para someter sexualmente a las víctimas, mucho menos la pederastia o cualquier otra desviación. Tampoco contrapone esa libertad al derecho a no ser importunado. Las dos cosas van juntas. Importunar no es comparable a acosar y debe terminar de inmediato si alguno de los dos lo pide. Millet habla del margen que se puede otorgar en el comportamiento de los demás sin considerarlo delito. Carmen Castellote expresa lo mismo en una fina historia que no ha perdido el sentido del humor: “En un coctel matutino, el primer ministro inglés se le acercó a una dama y le dijo: ---La invito a que se acueste conmigo. La dama lo miró muy desconcertada. ---No me diga que no ha recibido propuestas como ésta ---siguió él. ---Sí, pero nunca a la hora del coctel ---remató ella. No pensó denunciarlo por acoso”. El feminismo radical repudió el desplegado de las cien mujeres, considerándolo un pronunciamiento en favor del patriarcado, un trabajo sucio encargado por él y hecho en su favor. La sistemática y milenaria opresión misógina podrá haber favorecido actitudes totalizantes e irreflexivas y muy malas lecturas en algunas zonas del discurso feminista, pero la perspectiva de Millet propone no un empoderamiento sino más bien un emparejamiento, entendiendo que un nuevo equilibrio no se hace de la castración del enemigo. Ni vaginas dentadas ni falos bestiales, sino seres equivalentes y pensantes. Arte moral, arte inmoral, arte de vivir. Cuando las épocas han censurado al arte por razones que le son ajenas, y que no lo afectan ni lo determinan ---es decir: un enfermo moral puede producir una obra creativa--- surgen intolerancias extremas, pues debe exagerarse, para justificarla, la condena sobre las obras reprobadas. La histeria de la prohibición. Madame Bovary fue a juicio como inmoral en la Francia puritana del pequeño Napoleón, y soplaban entonces vientos de encierro en lo particular, de moralizaciones que dictaban tribunales públicos similares a los de hoy, de lapidaciones fulminantes y desapariciones estalinistas de la imagen. Puede hablarse de la inmoralidad del arte desde sus propias reglas. Por ejemplo, un arte de complacencias, un arte de efectos inmoral. El ornamento es delito, dijo el arquitecto Alfred Loos, y volvió a sintetizar aquella vieja doctrina. La belleza resulta un subproducto, un resultado, una consecuencia que se logra mediante el dominio de la preceptiva, del hacerlo una y otra vez. No un bello trabajo sino un buen trabajo, propondría la estética literaria vienesa. Lo demás es kitsch. Hay entonces dos inmoralidades en el arte: realizar algo estéticamente malo haciéndolo pasar por bueno, una tarea que cumple el mercado ayudado por el discurso curatorial y académico, y reprobar moralmente, por razones extra artísticas, la obra de arte. Los santos no hacen arte. No lo requieren. Es la gente muchedumbre, contradictoria, de claroscuros densos y biografías crispadas, los semivíctimas y semicómplices, como todo el mundo, quienes hacen arte para no morir de realidad. Esos embutidos de ángel y bestia, según grabaría en su epitafio Nicanor Parra. Fernando Solana Olivares

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