Friday, April 27, 2018

EL SENTIDO DE LA NOCHE

Un autor infrecuente, Nicolai Berdiaev, escribió hace años que humanismo, racionalismo e individualismo constituían desarrollos y posibilidades de un impetuoso proceso que iba llegando a su fin y se aproximaba al anochecer. A un mundo impregnado de oscuridad, como diría algún comentarista, a aquel “abismo privado de nombre” cantado por el poeta, o a esa noche del filósofo, “dispensadora de palabras esenciales”, cuando los ojos de la conciencia velan y se aguza el oído de la mente que aguarda el desenlace. Para el pensador de origen ruso exiliado en París después de la revolución bolchevique, todas las señales alrededor suyo atestiguaban la entrada colectiva a una era nocturna. Que sería necesaria, consideraba, a pesar de su despiadada violencia y cruel desigualdad, para transitar desde las tinieblas actuales hasta la luminosidad de un nuevo periodo histórico. En tal visión cíclica ---cuatro edades del ciclo, y ésta la última: kali yuga, la edad oscura---, y por el hecho de corresponder a una de las últimas fases, la época actual debe, antes de concluir, agotar las posibilidades más inferiores que hay en ella. Ese desorden predominante y múltiple contendría un orden futuro que nadie puede percibir todavía (los desórdenes existentes, afirma el punto de vista tradicional, no son tales sino en la medida en que se contemplan en sí mismos y de forma separativa). Pero por ahora, los seres humanos hemos entrado a un porvenir desconocido, cuyo signo es la incertidumbre, lo inesperado, la evaporación de las certezas. Y a diferencia de otros momentos ---los seres humanos siempre han vivido porvenires desconocidos--- no lo han hecho llenos de entusiasmo creador como al comienzo de esta época, sino debilitados, desorientados, vacíos y sin fe. A pesar de que este crepúsculo vaya envuelto entre los brillantes, pero vacuos envoltorios tecnológicos de la sociedad del espectáculo y el consumo (“Amo mis juguetes”, dice un adulto vuelto niño en un reciente anuncio orwelliano sobre la última versión del último teléfono inteligente), a pesar de eso su condición concluyente se evidencia en todo aquello que la Biblia llama signos de los tiempos: la noche de la humanidad. Berdiaev consideraba que la dominación de la máquina había destruido la estructura secular de la vida humana, antes orgánicamente vinculada con la vida de la naturaleza y ahora desprendida de ella, fragmentada, escindida. En el organismo cósmico ---del cual los seres humanos somos integrantes, aunque la civilización actual no pueda comprenderlo--- las partes están vinculadas al centro, son dependientes de él. Un organismo es más que la suma de sus partes y una máquina solamente está hecha de partes. Y cuando ellas se desprenden, se independizan de ese centro vinculante del cual provienen, insensiblemente se someten a una naturaleza inferior, como sucede ahora donde lo material es el máximo valor, el dinero representa una deidad universal y todo lo orgánico se va mecanizando. El Estado-máquina, la condición-máquina crecen sin cesar y son nocturnas. “Vendrá la noche y es mejor obedecerla”, dice una línea de Shakespeare. ¿Qué hacer, pues? ¿Lamentarse, dormirse, asustarse, desvelarse? ¿Es posible vivirla de tal manera que sea un tránsito hacia algún amanecer? Esta última opción no supone corregir la historia del momento. No es una alternativa sociologizante o masiva, sino sobre todo significa una acción personal. Y no se realiza entre los otros si no sucede antes en el interior de la persona. La revolución psicodélica de la conciencia de hace cincuenta años proclamaba eso, que la verdadera (y primera) revolución era personal. En tal clarividencia sonaban ecos budistas introducidos por los beatniks en aquella contra cultura utópica del siglo anterior, otro más de los últimos bienes humanos perdidos. En ella puede haber un instructivo para ayudar a pasar la noche civilizacional y moverse, así sea mentalmente, a una libertad desconocida. La noche se equipara a la vejez. Mientras más viejo más libre, mientras más libre más radical. Es un juego mayúsculo: buscar el sentido de las cosas entre acontecimientos que no tienen sentido. Noche, vejez, radicalidad: pueden ser ciertas condiciones de la levedad y el desprendimiento, de creer que sí importa y a la vez aceptar que no importa. Es un juego de contrarios que se desdramatizan uno al otro y ponen en condición de mirar el gran teatro del mundo cuando la noche crece. Fernando Solana Olivares

Friday, April 20, 2018

PITOL O EL SALTO ALQUÍMICO

La mañana es fresca y establece una atmósfera amable, como si las cosas tuvieran algo risueñamente incorpóreo. La mente vagabunda recuerda por el camino ciertas líneas acabadas de leer en El mago de Viena, cuyo autor es otro mago que el día de hoy será invocado. Corresponden a una anotación final escrita un 28 de mayo en el avión de regreso de La Habana, ciudad a donde el escritor había viajado en busca de curación: “Hacía muchos meses que no lograba escribir, desde enero, me parece. Se me escapaban las palabras, se me quedaban a medias, me confundía con las conjugaciones, con el uso de las preposiciones, se me paralizaba la lengua. Al tratar de leer lo que perpetraba en mis cuadernos durante los últimos meses encontraba fragmentos de algo parecido a un Finnegan’s Wake del paleolítico inferior grabados en piedra por algún aturdido hombre de Neanderthal”. Hoy se llevará a cabo la Cátedra Sergio Pitol en el campus de Lagos, y el tiempo para llegar al habitual desayuno previo entre el ponente y las autoridades universitarias apenas alcanza para ser puntual. En el acogedor restaurante donde el encuentro se lleva a cabo, la conversación versa sobre el escritor. ---Ojalá descanse ya ---dice uno de los presentes, justo cuando el reloj está marcando las 9:30 de la mañana. ---Schopenhauer escribió que morir es despertar ---comenta otro. ---De ser así, todos acabaremos sabiéndolo ---interviene aquel. En el ambiente irradia la discreta promesa de la mañana. Unos cuantos minutos después, en camino hacia donde se impartirá la cátedra, la noticia se difunde vertiginosamente: Sergio Pitol acaba de morir en su casa de Xalapa a las 9:30 de la mañana. Después de la agonía de velocidad letárgica que había padecido, un paso indispensable para bien morir, se terminaba la persona episódica y ahora sólo quedaba la que en adelante siempre habrá sido: la persona literaria, más real con el tiempo para la memoria común, y en su caso parte del canon de creadores. La otra persona humana morirá definitivamente cuando muera el último que la haya conocido. ---Este es un día triste pero también luminoso ---afirma el profesor que inicia la cátedra al pedir a los asistentes ponerse de pie y guardar un minuto de silencio a la memoria de Sergio Pitol, benefactor tan querido. Toda antítesis descoloca y la contradicción inesperada de lo dicho refuerza un efecto de segundo piso: tristeza + luz = muerte buena. Es un golpe dramático. En El mago de Viena Pitol escribe un capítulo, “El salto alquímico”, donde habla de su proceso creativo. Esas reflexiones estéticas son los acuosos espejos de un escritor. Al respecto cita sus frecuentes incursiones en el imprevisible magma de la infancia, y explica que al tratarse él como sujeto o como objeto de la escritura, ésta “queda infectada por una plaga de imprecisiones, equívocos, desmesuras u omisiones”. Hay pocos autores tan soberanamente autocríticos como el autor de El arte de la fuga ---cada vez hay menos, y los más grandes son los más humildes, aunque debidamente sigan la consigna de Alfonso Reyes, maestro de Pitol, de amar (o agradecer) la propia literatura. El colofón de El mago menciona un comentario que Antonio Tabucchi hizo sobre lo que advertía Carlo Emilio Gadda: hay que desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propios libros. Sería ocioso preguntarse si Sergio Pitol murió desconfiando de su literatura, pues en el ajuste radical para entrar al bardo mortuorio dharmatta ---intervalo que describe el budismo tibetano--- todo lo excepcionalmente hecho en esta vida habrá de contar en la que sigue. Y si no sigue nada ---la otra hipótesis materialista última, tan ajena a Sergio--- entonces todo da igual, como diría el poeta. Un grupo sentado en círculo, un gineceo universitario inteligente y sensible ---que habría divertido enormemente al maestro Pitol con su carnavalesco y paródico sentido del humor, aquella notable inteligencia incandescente y un veloz genio lingüístico tan sorprendente como su profunda y cosmopolita cultura--- comienza a leer las primeras páginas de El mago. Al sentarse así un círculo de interpretación multiplica el sentido de lo que pronuncia a partir de una regla socrática: todo lo sabemos entre todos. Leer a Pitol es invocarlo, y entre nosotros queda este aristócrata del espíritu que una vez confesó haber trascendido el ego. Era obvio que lo logró: su dulce mirada lo corroboraba. Fernando Solana Olivares

Friday, April 13, 2018

ESTAMPAS EN ESCARLATA

En sus vidas paralelas Plutarco cuenta que Alejandro Magno conquistó Egipto y después se empeñó en cruzar un extenso desierto para visitar en Siwa el templo de Amón. La odisea entrañaba dos grandes peligros: la falta de agua en un terreno de muchas jornadas y el riesgo de que soplara un recio viento llamado ábrego, el cual levantaba remolinos de arena y podía asfixiar ejércitos de miles de hombres. A pesar de las advertencias de sus generales Alejandro impuso su voluntad soberana, como lo hará hasta el último momento de la insaciable campaña de conquista, cuando estando en la India su ejército se niegue a seguirlo más allá. Las lluvias inesperadas que cayeron durante el viaje aliviaron la sed y apaciguaron el viento, que nunca se levantó. Unos cuervos enviados por el dios guiaron al grupo hasta llevarlo al alejado santuario. El sacerdote del templo (“profeta”, le llama el biógrafo) saludó a Alejandro como hijo del cielo y le confió arcanos vaticinios que sólo el guerrero macedonio escuchó. Otra historia, no la de Plutarco, registra un encuentro más pero distinto de quien llegó a alcanzar el rango de divinidad en el mundo material ---un atributo que ningún otro ser humano habrá logrado de esa manera---, donde demandó respuestas y exigió oráculos a un hombre santo, un yogui de fantásticos poderes del que oyó hablar. Alejandro decidió visitarlo en la cueva donde vivía para preguntarle por su destino. Lo encontró en un estado de meditación profunda y lo interrumpió con impaciencia para saber si era capaz de ver el futuro. El yogui asintió en silencio y siguió meditando. Alejandro volvió a interrumpirlo con otra pregunta apremiante: “¿Conquistaré la India?” Después de unos instantes el yogui abrió los ojos, contempló al conquistador con una mirada amable y en tono compasivo le dijo: “Al final sólo vas a necesitar unos seis palmos de tierra”. Alejandro no comprendió entonces el dramático dilema de los seres humanos: aun conquistando el mundo se termina igual, o bajo tierra o envuelto en fuego. No mucho después vendría su final. Plutarco narra que años antes de este encuentro malogrado, Alejandro tomó la ciudad de Gordio y vio el legendario nudo gordiano hecho de cuerdas de corteza de cornejo. Allí escuchó la leyenda creída por los bárbaros: que quien desatara ese nudo sería dueño del mundo. La mayoría de los comentaristas consultados por el historiador griego afirman que aquel, desesperado por no poder desatarlo, lo cortó con la espada. Pero Aristobulo, en cambio, aseguró que sí le fue posible hacerlo. En estas dos posibilidades se encuentra la disyuntiva que caracteriza el momento actual: la vida contemplativa contra la vida activa. La acción contra la contemplación. La primera es predominante, generalizada, la segunda es vista con desprecio y desconfianza. La primera deriva en la prisa generalizada, la segunda reposa en la lentitud y la perdurabilidad. La primera termina en dispersión, en pereza activa o inutilidad, la segunda es un silencio, un hacer alto, una mediación entre nosotros y lo que percibimos. Lo pornográfico, según Byung-Chul Han, es todo aquello que se presenta sin mediación, o sea, sin que la razón lo perciba, lo mida, lo interprete. Así dice aquella calvinista reflexión literaria: saber quién y qué no es infierno, hacerlo durar y darle espacio. Saber eso es practicar una mediación. La contemplación es una mediación porque suspende los juicios críticos que la mente hace a priori. Conocer es producto de la contemplación, es decir, conocer es una acción a posteriori: primero ocurre el fenómeno, luego aparece su interpretación. Plutarco no cuenta qué dijeron los intérpretes y augures de Alejandro al volver con ellos del templo de Amón mientras se iban sucediendo atardeceres escarlatas durante el trayecto de regreso. Sólo alude en una línea a ellos como los crepúsculos rojos, bermellones y carmesíes que rodearon a los expedicionarios. Hay algunos como Robert Graves que creen en una fatalidad. El corte con la espada del nudo gordiano cerró una cultura de la participación y originó una desviación irreparable y creciente: la cultura judeocristiana de la manipulación. Aunque no fuera verdadera, la paciencia para desatar el nudo que Aristobulo le atribuye a Alejandro es real. O posible, lo cual es ya una manifestación de lo real. Y hay palabras asociadas: el arte de demorarse, o el arte de la paciencia y la contemplación. Hasta Alejandro lo supo y quizá lo practicó. Fernando Solana Olivares

Friday, April 06, 2018

SOBRE NUDOS Y ALTERACIONES

El conocimiento se funda en una vieja cláusula que ha nutrido siempre el proceso creativo. Séneca la trasmitió así: “Mío es todo lo que fue bien dicho por cualquiera”. Uno se alimenta de los otros enunciados para construir los propios, que serán tomados a su vez por otros más y alimentarán un decir lingüístico humano que así se va haciendo. Del mismo modo, las personas son un sistema de relaciones, que introyectan a varias generaciones familiares ---dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos--- en ellas mismas. Si las siete mujeres y los siete hombres de tales generaciones anteriores son esas familias felices mencionadas en Ana Karenina, las cuales todas se parecen en su bienestar, representan un recuerdo emocional amparador y confortable. Si corresponden a las familias infelices, aquellas que Tolstoi dice que practican cada una su propia manera de la infelicidad, significan algo más complejo que a veces puede resultar irreparable y alcanzar la locura desatada por los fantasmas que habitan el interior de la conciencia. Dichas familias han enterrado a sus muertos los unos en los otros. Cuando se hace un intento serio de pensar hacia adentro un conjunto familiar de tres generaciones, la situación se vuelve insoportablemente compleja, afirma R. D. Laing. Las alteraciones de la identidad familiar son variadas. Uno es esposo, padre, abuelo, hijo, sobrino, primo. También es sus alteraciones pronominales: yo, tú, él. Lo mismo sus alteraciones familiares: las tantas otras personas que representamos para los nuestros. De ahí proviene además la relación de cada persona consigo misma, “normada a través de las relaciones entre las relaciones que comprenden el conjunto de relaciones que tiene con los demás”. Un sistema orgánico de este tipo (que la enfermedad mental puede volver mecánico) debe abarcar, para funcionar aceptablemente, un conjunto de piezas capaces de encajar unas con otras. Diría Laing que toda persona es un conjunto de alteraciones. La alteración es el otro, aquello en lo que se convierte uno para los demás, quienes se vinculan a nosotros como nosotros a ellos. Aun la propia persona vista al espejo a menudo ve a ese otro. Largo preámbulo para referirse a los nudos, un concepto desarrollado por Laing en su tratamiento e interpretación de la enfermedad conocida como esquizofrenia, en la cual quien la padece ha internalizado a nivel psicológico e existencial una situación familiar multigeneracional. Esa internalización de relaciones, después de tres o cuatro progenies, acabará formando un nudo indesatable que atrofia la psique y la obliga a una operación curativa que suele entenderse al revés, creyéndose que el comienzo del viaje esquizofrénico es manifestación de la enfermedad cuando es el necesario inicio de su solución simbólica y psíquica. Laing, un demoledor crítico de la camisa de fuerza conceptual del término esquizofrenia, propone otra perspectiva. La aparente irracionalidad del individuo declarado como tal encuentra su racionalidad en su contexto familiar de origen. De ahí la imagen del eslabón más sensible de la cadena que se enferma para cortar de una vez el proceso patológico familiar. Lo hace en nombre de todos y su curación, de darse, también será la de ellos. Llama “metanoia” (que significa arrepentimiento, cambio de opinión) a la sucesión del proceso en su comienzo, parte media y final. Un viaje hacia adentro y hacia atrás, hasta llegar a un punto decisivo en que el viajero regresa curado. Y afirma que en su larga experiencia clínica nunca ha visto darse esta metanoia en las familias ni en las clínicas mentales. Por eso participó en la fundación de Kingsley Hall, una casa de salud (o contra-hospital, según Cooper, otro médico antipsiquiatra) donde se cambió el regimen médico deconstruyéndolo: los tranquilizantes fueron administrados a los médicos y enfermeras, si fuera necesario, y se dejó a los “pacientes” en libertad de vivir su viaje metanoico con sólo dos restricciones: no atentar contra otros ni contra ellos mismos. Luego de la metanoia, cumpliéndose completa, sobreviene lo que se llama neogénesis. La sucesión muerte-renacimiento exitosa permite regresar a la gente en un nivel más alto que el funcionamiento existencial anterior. Las estadísticas de Kingsley Hall son casi absolutas en la recuperación psíquica de quienes ahí estuvieron. El sistema de salud estatal las interrumpió. Pero quedó demostrado que todo nudo se desata. Fernando Solana Olivares